Los resultados de las elecciones presidenciales en Venezuela, según los datos oficiales, dieron como ganador a Nicolás Maduro. Esta noticia llenó de tristeza, rabia y desesperanza a millones de ciudadanos de ese país, que viven allí y a los millones que están en el exilio en distintas partes del mundo, y que en Colombia son multitud. Tenían la esperanza de que por fin habría un cambio de régimen político y que quizá podrían retornar a la patria para iniciar su reconstrucción. Los hechos, sin embargo, han aplastado sin piedad las justas aspiraciones de esta multitud y un nuevo golpe ha llegado al alma de al menos la mitad de los venezolanos.
Para los países que, como Colombia, son ahora el lugar donde transcurre la vida de estos desterrados, los resultados de la contienda electoral les impone la tarea de revisar una vez más cómo acompañarlos y apoyarlos para que sus vidas sigan progresando, no obstante, las circunstancias adversas.
Nada por ahora puede hacer pensar que la situación de Venezuela cambiará prontamente, y es una de esas realidades difíciles de la historia que no queda más remedio que asumir de la mejor manera posible. Es necesario, una vez pasado el malestar de la noticia adversa, pensar con cabeza fría qué es lo mejor de ahora en adelante.
Tanto al gobierno, al Estado y a la sociedad colombiana, esta nueva realidad, aunque no tanto, se les convierte en una llamada para seguir en la noble tarea de facilitar, por todos los medios, a los ciudadanos venezolanos, aquí residenciados, un desarrollo fructífero de su vida familiar, laboral, educativa, etc. Esto parece tener más sentido que dedicarse a buscar por todos los medios la caída del régimen político de aquella nación, lo cual es tarea de sus propios ciudadanos.
Cada venezolano, cada venezolana, que se ha afincado en Colombia, debe sentir que sigue siendo persona bienvenida, que no será discriminada por su origen, que sus capacidades serán justamente apreciadas y que a los más pobres se les tenderá la mano hasta dónde lo permitan los recursos de Colombia. El ciudadano venezolano de a pie no puede darse el lujo de quedarse en discusiones políticas y en arengas de cualquier tipo. Necesita trabajar para ganarse el pan y los recursos para seguir viviendo y asumir con entereza la dura realidad que ahora se ha mostrado más pesada que nunca.
La Iglesia también tiene un papel por cumplir en este acompañar y llenar de esperanza a los desterrados de Venezuela. Superado el lamento, hay que redoblar esfuerzos para que las comunidades católicas sigan siendo muy abiertas a la presencia y participación de los hermanos que han llegado al país en busca de algo mejor. Seguramente las iniciativas de los centros de escucha o de pastoral familiar o las redes de apoyo tendrán que seguir jugando un papel protagónico en este no dejar que se apague la llama de la esperanza en quienes, de hecho, ya hacen parte de la vida colombiana.
Conviene mirar con cabeza fría y realismo lo sucedido en Venezuela. Y del mismo modo, seguir caminando en esperanza con los que Dios ha traído a Colombia y que sin duda también son una bendición para la comunidad que los recibe. Juntos, colombianos y venezolanos, desde los años de la lucha por la independencia, han sido una excelente fórmula para superar problemas que parecían invencibles. El bravo pueblo tiene en Colombia un amigo sincero. ¡Adelante!
PD: De la más baja categoría resultó la caricatura de la última cena hecha en la inauguración de los juegos olímpicos en París. Una agresión contra el mundo cristiano que, estamos seguros, no se atreverían nunca a hacer contra otras religiones. Cobardes.
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