La peste, el hambre, la guerra. Tres de las muchísimas situaciones que hacen muy difícil la vida en el planeta tierra. Pero se puede hacer una lista casi que infinita de realidades similares y de iguales consecuencias. Las migraciones forzadas, las pandemias, las adicciones, la soledad y la depresión, las rupturas de matrimonios y hogares, la pobreza extrema, la miseria, etc. También, hay naturales como la deforestación, la contaminación, el derroche del agua. Todas son situaciones que, cuando están presentes, azotan sin piedad la vida de las personas, de las comunidades, las sociedades y las naciones. Es el poder innegable del mal, y cerrar los ojos no hace sino empeorarlo todo.
Por desgracia, casi todas estas realidades del mal han sido sembradas por el hombre mismo. Son semillas del mal que, una vez sembradas, tarde o temprano, dan su fruto amargo. Semillas que nunca debieron ser sembradas. También tienen nombre propio: nacionalismos extremos, creencias fanáticas, codicias sin frenos, lujuria descontrolada, explotación del hombre y la naturaleza hasta los límites de lo irracional, ceguera ante los signos de alarma que da la vida en todas sus dimensiones.
Es casi imposible encontrar que alguno de los grandes males que afectan al hombre y la mujer de todos los tiempos no obedecen a acciones previas que, con o sin conciencia, el ser humano realizó sin dejarse iluminar por su razón y su conciencia y, desde luego, por Dios.
Y una vez que el poder del mal se hace manifiesto, toda la humanidad, y cada persona en particular, deben hacer esfuerzos ingentes para tratar de sanar heridas, erradicar al maligno, reconstruir lo caído, recuperar la alegría y la esperanza. Y aunque algo de esto se logre, las heridas y cicatrices que quedan hacen que nada sea como las cosas fueron al principio y los seres humanos se ven obligados a continuar su camino con inmensas tristezas en el alma, con la esperanza mermada, con la fe fracturada. E infortunadamente sobre las ruinas de las tragedias humanas vuelven a crecer las plantas de frutos amargos que alguien después ingerirá y repetirá el ciclo fatal.
¿Hay remedio para combatir el imperio del mal? La fe cristiana enseña que Cristo venció el pecado y la muerte. Y enseña también que el camino para apropiarse de esas victorias es el de la conversión, es la transformación de cada corazón en particular. Pero lo es también el del uso de las facultades más sublimes que hay en el ser humano, como la inteligencia, la razón, la conciencia, la palabra cuidadosa, la misericordia infinita, el amor a la vida sin excepciones de ningún tipo. Y el remedio está también en dimensionar adecuadamente la condición humana para que no caiga –una y otra vez- en la tentación de “hacerse como Dios”. ¡Cuántos dolores humanos tienen su origen en absolutizar realidades que siempre son finitas, limitadas y pasajeras! Absoluto solo Dios.
Parte de la misión de la Iglesia y de todo evangelizador, como de educadores, padres de familia, orientadores de las personas, es ayudar a que las malas semillas no logren anidar en los corazones de hombres y mujeres.
Dicho de otra manera, ayudar a que nadie sea instrumentalizado en nombre de causas sin sentido, absurdas, violentas, indignas de la condición humana. A que cada persona sea orientada para que aprenda a amar a Dios y al prójimo como a sí misma. A que reconozca sin titubeos la inviolable dignidad humana, la propia y la del otro. A que no cierre nunca los ojos del alma ni los del espíritu.
Enorme es la tarea que hay por delante para iluminar conciencias, mentes, espíritus, y aun cuerpos, para que el mal no se propague más y mucho menos en las dimensiones que hoy se ven.
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