La dura travesía de Raúl Berzosa va llegando a su fin
El diario de la noche oscura del obispo Raúl Berzosa
“A veces, por no herir a personas o no ser firme con ellas, he cedido ante el mal y la maldad, nunca en máxima gravedad, incluso tapándolo con medias verdades o falsas argumentaciones”, reconoce en un libro el obispo emérito de Ciudad Rodrigo.
“La Iglesia, en algunas de sus instituciones visibles, perdona pero difícilmente olvida; y el mundo, ni perdona ni olvida”, confiesa en el diario que escribió en un monasterio benedictino francés.
Sobre el papa Francisco: “Has venido a mí con pastores –y no mercenarios–, que han sabido entrar por las puertas rotas sin hacer drama de ello, y me han conducido sin bastones de fuerza, con paciencia y mucha misericordia”.
Fue hace años. Muchos. Más de una década. Instantes previos a la inauguración de la Asamblea Plenaria en la Casa de la Iglesia. El arzobispo saluda brevemente a su hermano, también arzobispo, que busca su sitio en el hemiciclo episcopal. Este parece aturdido, como si llevara un gran peso encima. Es un secreto a voces que no está pasando un buen momento. No se sabe muy bien la razón. “La diócesis está sufriendo muchísimo. Los sacerdotes no pueden más. Es una verdadera lástima”, musita el primer pastor al periodista que le acompaña. Se habla de autoritarismo, de desconfianza, de rodearse de gente de fuera de la diócesis, de inversiones innecesarias y deficitarias. También de la necesidad de un traslado, de un cambio de aires, de recuperar la paz. Sin embargo, muchos años después, nada ha cambiado. Hay un paréntesis, también pastoral y anímico, de más de una década en una diócesis que ha ido desangrándose a la vista de todos sin que nadie osase mirar por el rebaño.
Cuando se analiza el llamado “caso Berzosa” es difícil no hacer comparaciones sobre la celeridad y contundencia con la que se actuó con el entonces obispo de Ciudad Rodrigo y la escandalosa práctica del “sostenella y no enmendalla” con que se da por bueno lo intolerable de otras actuaciones episcopales, donde la cuestión del poder que se tiene o te sostiene no es ni mucho menos secundaria. En definitiva, a sus 63 años, Raúl Berzosa es obispo emérito, a pesar de que aquellas denuncias que el 15 de junio de 2018 motivaron que el papa Francisco le concediese un período de reflexión y que el propio Pontífice le acompañase en su particular travesía del desierto, se demostraran falsas, tanto las de malversación de fondos diocesanos, como las de “comportamiento inmoral”. El sufrido por este pastor burgalés es claro ejemplo de que “los cotilleos cierran el corazón de la Iglesia”, como ha dicho Bergoglio en un reciente Angelus.
El alma desnuda de un pastor atribulado
Ahora, Berzosa saca fuera ese dolor en forma de libro, con un diario que recoge casi con candor y sinceridad desnuda de artificios, parte de su obligado retiro contemplativo en un monasterio benedictino del sur de Francia. Editado por Monte Carmelo, su editorial de siempre, “Creo, amo, espero, luego existo. Del hogar monacal a las periferias urbanas” (https://www.montecarmelo.com/amigos-de-orar-la-otra-mirada/1625-creo-amo-espero-luego-existo.html) ofrece a quien sepa ver el alma desnuda de un pastor atribulado por la oscuridad de la noche y la búsqueda, a tientas, de la luz del amor primero.
Aunque este libro va más allá de los seis meses que Berzosa pasó en En Calcat y habla también de su experiencia pastoral (a sugerencia del papa Francisco) en una parroquia de Bogotá, son sin duda las páginas de ese diario monacal las que mejor reflejan el impacto que aquellos lamentables sucesos dejaron en el ánimo y la ánima del obispo, una sincera introspección que comienza nada más llegar al monasterio un 30 de junio de 2018 y que la termina abruptamente (para que el desierto sea solo eso) el 19 de julio.
Tiempo de poda, no de ruptura
Se trata de un diario a modo de “relectura de mi existencia” y donde define su experiencia monástica como “un seguir avanzando en las noches de purificación, para acrisolar mi persona y mi ministerio”. “Vengo caminado, con más luces que sombras, en las noches oscuras del sentido y del espíritu”, reitera más adelante, aunque poco a poco irá tirando del hilillo de luz hasta afirmar que “definitivamente estoy experimentando este tiempo en En Calcat no tanto de ruptura como ‘de poda’, para poder dar mayor fruto”.
Una poda dolorosa, en todo caso: “En algunos momentos me asalta una pregunta, cuya respuesta abandono, con mucha paz, en manos del Señor: ‘Por qué el Señor me ha conducido a esta experiencia de desierto, y precisamente a este monasterio?”’, se pregunta, a sabiendas de que ha tenido “que sacrificar, en cierta medida, hasta mi propio hijo, mi querida Diócesis de Ciudad Rodrigo, lo que me rodeaba y a quienes me rodeaban…”.
Todo es introspección, discernimiento, cuestionamiento. En su soledad llena de ecos, reverdece incluso por momentos en él la tentación del monacato y recuerda sus 18 años, cuando se fue a vivir “mi pobre experiencia” en la Trapa de Dueñas. Y mientras los frailes rezan laudes, el obispo desliza su mirada sobre algunos iconos orientales sobre la vida de Jesús y, a su luz, “como si fuera una ráfaga de lucidez espiritual”, al releer su vida como pastor, anota que sus últimos cuatro años como obispo de Ciudad Rodrigo fueron “un pasar por el desierto de las tentaciones y, al mismo tiempo, un gozar enormemente de la misión, en compañía de buenos presbíteros, entregados y de calidad”.
Esa Iglesia que perdona pero no olvida
Ahora, se dice, “intuyo lo que pueda ser la subida posterior a Jerusalén”, que resume con palabras de Péguy: “Tener la verdad es comenzar a sufrir; defenderla, comenzar a morir”. Pero en ese particular calvario, a pesar de tener “el ánimo en paz y la cabeza despejada”, el obispo no puede evitar que en su mente pugnen amargos reproches. Es muy consciente de que “el Señor perdona y olvida siempre”. Pero añade a continuación: “La Iglesia, en algunas de sus instituciones visibles, perdonan pero difícilmente olvidan; y el mundo (la sociedad), ni perdona ni olvida”.
El desierto hace su trabajo. “A mis sesenta años cumplidos –sigue la anotación en su diario-, no me importa reconocer mi fragilidad ni mi vulnerabilidad ni mi pecado, porque sé que mi vida es un proceso de constante conversión, y porque sé que donde debo mirarme es en el espejo del mismo Señor. Recuerdo, desde mi adolescencia, una frase de una postal que me ayudó mucho a vivir: ‘Importa más lo que piensa Dios de ti, que lo que piensan los demás. ¡Atrévete a pensarte y a amarte como te piensa y ama Dios mismo’. Más tarde, al comenzar a rezar ya con regularidad en el Seminario la Liturgia de las Horas, encontré aquellos versículos: ‘Es mejor caer en manos de Dios, y ser juzgados por Él, que caer en manos de los hombres y de los jueces, devoradores de hombres’”.
En su vaciamiento, el obispo, que es uno más, o casi uno menos en la comunidad benedictina donde va dando tropiezos por su falta de costumbre a aquella vida y donde por momentos parece un niño grande con un grande desvalimiento también, se abaja y reconoce sus culpas, fallos y debilidades como pastor, en paralelo a las siete iglesias del Apocalipsis.
“Como le sucedió a la Iglesia de Éfeso, aunque es verdad que no he llegado nunca a perder el amor primero, es cierto que lo he podido dejar enfriar” (…) Como sucedió con la Iglesia de Pérgamo, he tolerado, a mi alrededor, no tanto la idolatría como la ‘mundanidad’. Como sucedió con la Iglesia de Tiatira, a veces, por no herir a personas o no ser firme con ellas, he cedido ante el mal y la maldad, nunca en máxima gravedad, incluso tapándolo con medias verdades o falsas argumentaciones. A veces, como le sucedió a la Iglesia de Sardes, he estado adormecido, aletargado, viviendo sin radicalidad, en lucha y contradicción entre lo que mi corazón me decía, mi cabeza pensaba y mis obras hacían. A veces, como la Iglesia de Laodicea, he sido tibio, me he creído rico cuando en realidad era muy pobre; me creía revestido de gracia y de Espíritu, cuando estaba más bien desnudo; y me creía lúcido, cuando en realidad estaba ciego y en ceguera… Me consuela el haber experimentado, al mismo tiempo, que he sabido vivir como la Iglesia de Esmirna, perseguido y pobre, tentado y fortalecido, y con el ánimo y la fortaleza del Espíritu (…)”.
Finalmente, Berzosa siente también haber experimentado “en mis carnes” lo que le aconteció a la Iglesia de Filadelfia, esto es, “¡el poder de la fraternidad y de la comunidad que me sustentaban!... Desde mi familia de sangre y amigos más fieles, hasta las Diócesis de Burgos, Oviedo o Ciudad Rodrigo”.
Ayuda de pastores, no de mercenarios
Al papa Francisco, que ha seguido muy de cerca todo este proceso, desde su tribulación en Ciudad Rodrigo, su desierto monacal y su apostolado en Colombia y otros países de América Latina, le agradece en primera persona que “no te has cansado de buscarme”. “Has venido a mí –le dice, casi reza– ‘con perros suaves’, con pastores –y no mercenarios–, que han sabido entrar por las puertas rotas sin hacer drama de ello, y me han conducido sin bastones de fuerza, con paciencia y mucha misericordia”.
Y, antes de cerrar el diario y sumergirse en aguas más profundas de las que no deja registro escrito (al menos por el momento), hay un apunte lleno de esperanza que, sin embargo, no descubre nada nuevo a muchos de quienes han sido sus diocesanos y son sus amigos: “En el monasterio de En Calcat, como pastor, he vuelto a sentir que la Iglesia del tercer milenio es la Iglesia de la comunión, de la corresponsabilidad-sinodalidad y de la fraternidad”.
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