Le presentaron a Jesús una mujer sorprendida en adulterio que debía ser lapidada hasta la muerte, según lo establecido en la Ley. “La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras”; Levítico 20. El juicio del sistema es implacable, y el de Dios, en Jesús y por Jesús, es lleno de misericordia. ¿Tú qué dices? Buscaban que Jesús diera un paso en falso y así poder acusarlo.
Jesús es el profeta de la misericordia del Padre; alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó a nadie, que nunca devolvió mal por mal, y que en cada uno de sus actos lo que hizo fue revelar el verdadero rostro de Dios y su amor insondable. Pero le ofende la prepotencia machista de los maestros de la Ley y la hipocresía de aquella sociedad.
Aquella mujer era más víctima que culpable. Lo que estaba necesitando, no eran piedras, era algo muy distinto.. Jesús así lo sintió. ¿Hay alguien aquí que esté libre de pecado? Con su actitud personal y esa pregunta les dio una estupenda lección de justicia y de misericordia.
Es la mejor noticia que podíamos escuchar nosotros. Cuando no tengas quien te comprenda, cuando todos te condenen, cuando te sientas perdido y no sepas a quién acudir, recuerda que Dios es tu mejor amigo, El está de tu parte. El comprende tu debilidad y tu pecado.
Esto significa que, en todas las situaciones de la vida, en todo fracaso, en toda angustia, siempre hay salida: el amor de Dios y su perdón.
Ahora pensemos en nosotros: ¿quién puede decir que está libre de pecado? ¿Por qué entonces querer apedrear a otros? Que esta lección de gran belleza doctrinal que nos dio Jesús, nos sirva para aprender a no juzgar y a no condenar, a ser intransigentes con el pecado e indulgentes
con la persona del pecador. Así lo hizo Jesús con aquella mujer. Confió en ella, la animó a no pecar. Pero de sus labios no salió condena alguna.
Jesús es el profeta del amor del Padre hacia todos sus hijos y sus hijas. A esa mujer acusada de adulterio la mira con una ternura desconocida, defiende su dignidad. Lo que la mujer acusada de adulterio necesitaba, lo repito, no eran piedras, sino un corazón y una mano amiga que le ayudare a levantarse. Qué hermosa tarea pastoral para la Iglesia, para todos nosotros sacerdotes.
Aprendamos de Jesús a no condenar fríamente a los demás. Es algo que nos está haciendo mucha falta. Encarnemos y vivamos el amor de Dios Padre y el de Jesús, su Hijo amado.
P. Carlos Marín -G.
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