Los discípulos de Jesús estaban reunidos, temerosos y sin saber qué hacer. La muerte de su Maestro en la cruz había sido un golpe muy duro para ellos. El enfrentamiento con los jefes del pueblo y las autoridades romanas, lo hacía vacilar. Por miedo a los judíos estaban reunidos con las puertas cerradas; sin embargo, ellos eran los escogidos para llevar adelante el proyecto de Dios por su Hijo Jesucristo: construir una humanidad nueva por la predicación del Evangelio.
El Señor cumple la promesa que les había hecho: “no os dejaré huérfanos… volveré a vosotros… os enviaré el Espíritu Santo…y tendréis paz. Y como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros”.
Ellos, humanamente hablando, no estaban preparados para la misión que el Señor Jesús les confiaba. Sin embargo, eran ellos los elegidos para predicar la Buena Nueva del Evangelio y construir una humanidad nueva, en el amor de Dios y en la caridad fraterna.
Así, pues, reunidos en el Cenáculo en compañía de la Virgen María recibieron el Espíritu Santo. Su tristeza se convirtió en alegría, aprendieron a perdonar y a dar vida, la vida de Dios y en Él. Se llenaron de paz y de valor, y se fueron por todo el mundo, entonces conocido, a anunciar el Reino de Dios, llenos de una sabiduría que nadie se atrevía a desconocer. Con su predicación hicieron volar en pedazos el poderoso imperio romano. Empezaron a vivir y a hablar como resucitados, en una palabra.
Así actúa el Espíritu Santo en cada uno de nosotros y en toda la Iglesia con sus siete dones. Es la presencia y la acción silenciosa de Dios en lo más hondo de nuestro corazón. Es vivir como resucitados. Es hacer que nuestro corazón no esté ausente mientras con los labios rezamos el Padre Nuestro o el Ave María. Es fortalecer y enriquecer nuestra vida espiritual. Esa vida interior se vuelve fuego que quema para purificarnos y que arde fuerte para darnos vida y nos pone en movimiento para dar vida donde y cuando otros la matan, y nos llena de coraje para proclamar el Evangelio.
Hemos sido elegidos por Jesús para anunciar en nuestra Patria colombiana el proyecto salvador de Dios: “Así como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros”. Somos enviados, embajadores del Padre, sus mensajeros, con su Hijo Jesús.
Sin el Espíritu Santo seríamos una Iglesia sin vida, incapaz de sembrar amor, justicia y esperanza en los colombianos que estamos llamados a evangelizar. No tendríamos la sabiduría y la fortaleza para defender nuestra fe en Dios y en su Iglesia; ni tampoco para erigirnos y actuar como constructores de futuro mejor para
nuestra patria, en unos años en los cuales sobre ella se cierne la acción inmisericorde y perversa de unos grupos políticos que ignoran a Dios y su Ley.
Ven Espíritu Santo inflama el corazón de tus fieles y enciende en todos nosotros el fuego de tu amor. Amén.
P. Carlos Marin G.
Fuente Disminuir
Fuente