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El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!

13 de diciembre de 2015
El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!

Para esta tercera Semana de Adviento, publicamos a continuación la lección del retiro de Adviento, realizado en la Casa de formación de la Fraternidad San Carlo, en Roma…

Introducción

«Suscita en nosotros la voluntad de ir al encuentro de tu Cristo que viene con las buenas obras»1. La oración de colecta con la que la Iglesia nos hace empezar el Adviento es una de las oraciones más antiguas y se ha tomado del Misal Gelasiano. Ella nos lleva a la conciencia de la fe con la que todo el pueblo de Dios ha mirado y hoy también mira al tiempo de Adviento. La oración no dice “suscita la voluntad de ir al encuentro del Cristo que vino o del Cristo que vendrá”. Dice “a Cristo que viene”, venienti, occurrenti. La invitación a mirar hacia adelante viene después, cuando la oración añade «Para que Él nos llame en la gloria junto a Él para poseer el Reino de los cielos»2. Es el eco exacto de lo que el Apocalipsis dice repetidamente: Aquel que es, que era y que ha de venir (Ap 1, 4; 1, 8; 4, 8).

Se nos invita por lo tanto a mirar hacia adelante, a mirar a Cristo que viene y que está llegando. Esta dimensión fundamental se basa en su venida histórica, preanunciada por los profetas y realizada como documentan los evangelios con su nacimiento en Belén. El fundamento histórico da a esta espera nuestra, que se refiere al presente y al futuro, su veracidad. Elimina toda mitología, todo sentimentalismo espiritualístico.  Nos coloca en la posición fundamental del corazón para este tiempo y representa la imagen de todo el tiempo del hombre. El Adviento no es sólo una parte de nuestro tiempo, sino que constituye una dimensión suya permanente. La espera constituye lo humano en su dimensión más profunda y más verdadera. No es casualidad que toda la revelación escrita se concluyera con estas palabras del Apocalipsis: El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!” (Ap. 22.17).

Los textos de los libros proféticos que la Iglesia nos propondrá estos próximos días, no cuentan tan sólo lo que tenía que acontecer en Nazaret y en Belén. Ciertamente los profetas son luces en la noche destinados a ser superados por la luz del sol, como dice San Pedro en su carta (2Pt 1, 19), pero ellos iluminan aún hoy en día todos los aspectos de la noche presentes en nuestra vida. Ellos no han preanunciado sólo el nacimiento de Jesús de la carne de María, si no que preanuncian el nacimiento de Jesús en su continuo venir al mundo, en su venir en este instante, que es su respuesta a nuestra vigilancia de este instante.

Las dimensiones del presente y del futuro son más importantes del pasado. El pasado es tan sólo el fundamento histórico, necesario pero no suficiente, del presente y del futuro. No celebramos un hecho del pasado, si no vivamos en el presente su venida ahora y también la espera de su venida definitiva.

Nosotros que en vela esperamos

Don Giussani, en un diálogo con universitarios en 1985, comentó el himno Al alba naciente del día3 y dice: «Nosotros seguro que no nos despertamos a las dos de la noche como las monjas de Vitorchiano que lo han compuesto y para quienes estas palabras son literalmente verdaderas: “Nosotros que en vela esperamos”»4. El velar es aquello a lo que el Adviento nos quiere introducir. Se trata de pedir, de esperar y de reconocer. Sin la vigilancia es imposible pedir, porque no hay percepción de la necesidad. Sin la vigilancia se vive en la superficie del ser, en lo descontado. Por eso si no maduramos la conciencia de nuestra necesidad no habrá nunca una verdadera petición. Cuando la petición no está, tampoco hay espera y por tanto tampoco reconocimiento. No se puede reconocer aquel que no se espera. «Timeo Jesum transeuntem»15 decía San Agustín. Tengo miedo de que Jesús pase y que yo no me dé cuenta, por no estar esperándolo en aquel momento. Cuántas veces Dios pasa por nuestra vida y nosotros no nos percatamos, porque no lo esperamos. No es que Dios pase como en tiempos de Moisés sobre el Monte Sinaí, en medio de tempestades, fuegos y relámpagos, con voz atronadora… Dios  nos pasa al lado de mil maneras que van a permanecer siempre imperceptibles si no lo esperamos. La vigilancia es el tema central en la educación de Adviento.

Decía Giussani: «Velar en la noche es velar en la torpeza […] que descubrimos también en nuestro rostro»6. Velar entonces significa mirar en la opacidad en la que todos miran y esperar a que se manifieste Aquel que nadie espera. «Uno capta las cosas a tientas en la noche, decía San Pablo. Así todo el mundo deambula, vaga por el mundo, como gente que camina a tientas. Hasta que –es este el parangón de San Pedro – de improviso he aquí que sale el sol»7.

Y luego continúa: «Reflexionemos alguna vez sobre estos mensajes que cotidianamente la naturaleza nos da»8. No hace comentarios, lo deja en lo no dicho. Es muy profundo este llamado: el sol surge todas las mañanas y nosotros ¿qué aprendemos de este hecho? Todas las mañanas Dios da la posibilidad a las cosas de volver a aparecer, da la experiencia de la luz. Es la metáfora de otra experiencia mucho más profunda que Dios quiere volver a darnos cada mañana: la experiencia de una mirada para nosotros y para todos los hombres, capaz de ver en la noche, en la torpeza, en la oscuridad. «Reflexionemos alguna vez sobre estos mensajes que cotidianamente la naturaleza nos da, porque si las cosas fueran tan sólo lo que se ve seríamos unos deseperados»9. Si nosotros nos quedamos en la superficie de la vida nos convertimos en cínicos o desesperados.

En otro libro Giussani sigue comentando este himno y dice: «La vigilancia es la postura humana necesaria para ser hombres, o sea, criaturas en camino hacia su destino. Por esto surge la invocación “Dios mío, ven en mi auxilio”»10. Pensad cuantas veces durante el día decimos “Dios mío, ven en mi auxilio” empezando Laudes, Vísperas, Hora Intermedia y Completas… pero no nos pasa siquiera por la antesala del cerebro que ésta sea una invocación, la invocación de quien dice “Ven Señor Jesús”. «Hazme ser mí mismo, hazme verdadero, unido a todos, hazme abrazar todas las cosas […] La espera es el motivo principal y más profundo de toda la Biblia»11. ¡Cuántas veces hemos dicho el Padre Nuestro sin hacer ninguna conexión entre el “Venga tu reino” y el “Ven, Señor Jesús”!

 

Atentos a la fe del mundo

«¡Que sea verdadero para nosotros este: “Nosotros que en vela esperamos”, en la noche del mundo, en la torpeza de todos, en aquel sopor general de los ojos, de la mirada, o sea de la conciencia de la realidad, “atentos a la fe del mundo!” Es una analogía bellísima. En el fondo retoma San Pablo, el octavo capítulo de la Carta a los Romanos, cuando dice que “toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios»: toda la naturaleza espera que el hombre la mire de una manera diferente»12.

Somos llamados a mirar al mundo y a las cosas de una manera verdadera, a vivir de una manera verdadera, para que a través nuestro todos los hombres puedan, si Dios quiere, mirar y reconocer la verdad del mundo. La verdad que viene, que está aconteciendo ahora y que se cumple lentamente y definitivamente. En su última venida Él pondrá el sello definitivo a esta verdad, por fin clara a los ojos de todos. Todos contemplarán su rostro, dice el Apocalipsis (Ap. 22, 4).

«”Atentos a la fe del mundo”: toda la historia es espera de su cumplimiento, del designio que se desarrolla dentro de ella, es más, que es su esencia»13. La vigilancia cubre todo el arco de nuestra vida y de nuestra historia personal. Desde el comienzo la vigilancia nos permite entrar en la profecía, entender qué ha querido prometernos Dios. Profecía no significa tan sólo lo que los profetas dicen, sino es una palabra que indica también nuestra infancia, nuestra juventud, los encuentros que Dios nos ha hecho hacer. Dios ha escondido en nuestra juventud su promesa.

En la vigilancia asumimos otra mirada, nos volvemos capaces de mirar al mundo con los ojos de la fe. La vigilancia nos permite no pararnos en la superficie, sino entrar en las cosas, mirar con los ojos de Cristo las cosas que todos miran. Leer el periódico, mirar la televisión, escuchar el amigo que habla, estudiar con la mirada de Cristo, “atentos a la fe del mundo”.

Esta vigilancia y esta mirada de fe son para Giussani la mendicidad. El mendigo es el hombre ya no esclavo de las leyes del mundo, si no el hombre libre, el hombre purificado14.

«La vigilancia nos proyecta hacia el regreso de Cristo. En  Miguel Mañara, cuando el abad predice a Miguel el desarrollo de su conciencia, dice que lo mejor está en la vejez, porque la plena madurez hace normal la vigilancia, de modo que lo que se ha pensado o vislumbrado a ratos en tu juventud se hace la condición continua del pensar y del mirar»15. ¡Si supiérais lo cierto que es! Vosotros también si permanecéis fieles hareis experiencia de esto. Como es verdadera la poesía de Ada Negri, Mia giovinezza [Mi juventud], donde dice que la verdadera juventud está en la madurez16. Tan sólo en la madurez lo que en la juventud se ha vislumbrado, experimentado fragmentariamente, se hace condición continua. En cualquier edad es necesario ser vigilantes, «porque tenemos que seguir siendo hombres, porque seguimos siendo criaturas de Dios, porque tenemos que permanecer responsables»17.

 

Proyectados hacia el regreso de Cristo

¿Qué es el regreso de Cristo? «El regreso de Cristo es ante todo su propio regreso, pero aquello será el cumplimiento de algo que, instante por instante, […] está sucediendo»18. La liturgia ha optado por no usar esta expresión “regreso de Cristo” para subrayar como en la historia hay una serie infinita y continua de venidas de Cristo, de las que sólo la última será el sello y la plenitud.

«Vivimos la tensión a su regreso último, el deseo del fin, no para que el mundo acabe, si no para que sea por fin él mismo […]. Cada instante del tiempo tiene significado como regreso de Cristo. Aquel día será el día de la gloria, pero cada instante es el instante de la gloria y la gloria de Cristo en el instante es la transfiguración que acontece en lo que hacemos»19.

He aquí que encontramos la imagen más bella contenida en estas páginas de Giussani: «Para entender este “Proyectados hacía el regreso de Cristo”, por favor, imagínense cuando hay un viento impetuoso que arrastra las cosas, que dobla los arboles, que arrastra las hojas, que lleva el polvo del camino en una dirección, ¡un viento poderoso! He aquí, en el corazón de todo hombre consciente, realmente consciente de lo que es la vida y el mundo, realmente consciente del signo que es el tiempo, que son el tiempo y el espacio, debe como instaurarse este atractivo hacia el momento en el que la razón de la propia vida, de la vida de todos y de la existencia del cosmos, brillará, se iluminará de manera evidente para todos, porque Su regreso es lo que cada cosa espera. “Nosotros que en vela esperamos / atentos a la fe del mundo” – por tanto intérpretes del verdadero palpitar de lo real que, en la observación de nuestra naturaleza, de nuestra naturaleza personal, en la claridad de la conciencia de sí, se hacen evidentes y se identifican claramente con aquellas exigencias que constituyen nuestro corazón: exigencias de verdad, de belleza, de justicia, de amor y de felicidad – “proyectados hacia el regreso de Cristo”. […] Este ímpetu poderoso, este impulso poderoso hacia el destino, hacia la meta, hacia el día último, illa dies, esta protensión, este tender poderoso hacia adelante, por un lado nos hace mirar las cosas como uno que se desprende de ellas, observando su pequeñez y ligereza, su fragilidad y en última análisis su inanidad, su vanidad, pero por otro lado, en el mismo gesto, las coge y las arrastra consigo. […] No deben reprocharme de decir siempre estas cosas: no las hay otras así, son como el Everest, no hay nada más que alcanzar, no existe palabra más alta, o sea palabra más profunda, palabra más real. No perdemos y no nos dejamos ni una mota del polvo que levanta el gran viento: es polvo, pero lo arrastramos con nosotros para que forme parte de la luminosidad del universo, del universo definitivo. Como he dicho otras veces, os recuerdo un pensamiento de Kierkegaard, en el Diario, donde dice que en las culturas antiguas, […] para ir a los campos elíseos el alma del hombre debía beber el agua del rio Lete (que en griego significa olvido): para poder entrar en la felicidad hacía falta el olvido, hacía falta olvidar todo el pasado. Pero esto es un infierno, porque abandonar una cosa que has visto, abandonar una cosa que has acariciado, un rostro que has acariciado, abandonar una cosa que te agarró – una cualquiera – es una marca, sería una marca, un sello de la muerte que te angustiaría incluso en medio del mayor disfrute:Quoniam medio de fonte leporum / surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat, decía el materialista Lucrecio; incluso en el fondo de tu disfrute surge algo amargo que te hiere, que te angustia, que te estremece, que te sofoca, incluso en medio de la exuberancia de las cosas. Por lo tanto perderé cualquier cosa, incluso un cabello, sería un estigma de muerte que no te dejaría alcanzar la felicidad. En cambio para el cristianismo, para el cristiano, es lo contrario, tienen un valor eterno incluso los aspectos más recónditos y las cosas más pequeñas y banales de la vida. […] “Proyectados hacía el regreso de Cristo” […] Por un lado somos como gente que pasa a través de las cosas, reconociendo su vanidad»20.

 

¿Qué significa “mirar las cosas como uno que se separa de ellas”? Que ya no estamos dominados por las cosas, ya no somos esclavos de las cosas. Este es el juicio: no estar ya dominados por las cosas. El juicio es descubrir que las cosas no son nuestro dios, si no que están a nuestro servicio para ir hacia Dios. Ellas nos sirven sólo porque nos llevan al Destino. Todo nos sirve porque nos lleva al Destino. Es este juicio que nos hace mirar las cosas con el justo desapego.

Giussani continua: «Así juzgadas, las cosas es como si se nos devolviesen en una exuberancia de verdad, de esplendor, de permanencia»21. O sea no se deshacen, como dice la poesía de Ofelia Mazzoni: «Lo que había agarrado llena de anhelo, /en mi mano apretujada se deshizo, / como por la noche la rosa bajo la bóveda de la eternidad»22. Es una poesía que relata una experiencia nuestra continua: cuanto más poseemos las cosas, las apretujamos para nosotros, tanto más estas se deshacen en nuestras manos. La distancia de la que está hecha la virginidad es ,al contrario, el primer fruto poderoso de nuestro estar “proyectados al regreso de Cristo”. La distancia no es la negación de las relaciones y de las expectativas, de las esperanzas y de las promesas, si no la condición para su permanencia. «Es como si volviesen en una exuberancia de verdad, de esplendor, de permanencia»23.

Dice una oración de Postcommunio del primer domingo de Adviento: «La participación a este sacramento, que a nosotros peregrinos sobre la tierra nos revela el sentido cristiano de la vida, nos sostenga, Señor, en nuestro caminar y nos guía hacia la felicidad eterna»24. En latín esta oración era mucho más comprensible: «Prosint nobis, quaesumus, Domine, frequentata mysteria  [estos misterios a los que participamos sean provechosos a nuestras vidas], quibus nos, inter praetereuntia ambulantes [a nosotros que caminamos en medio de cosas vanas, que pasan], iam nunc instituis amare caelestia et inhaerere mansuris [nos enseñen a amar las cosas que son eternas y a adherirnos a las que permanecen]».

 

El carácter concreto de la virginidad

Concretamente, ¿en qué consiste esta distancia? ¿Cómo es posible vivir en el mismo momento el desapego y el apoderarse? Esto que es imposible para el hombre es posible para Dios, es decir a su Espíritu. El Espíritu de Cristo realiza en nuestras vidas la misma experiencia de Cristo resucitado, anticipa en nuestra experiencia material lo que la materialidad de nuestra corporeidad haría imposible.

Por ejemplo: cuando empecé a estudiar en la universidad me sentía muy atraído por la filosofía. Al mismo tiempo en esos años se me pidió de hacer otra cosa: cuidar de la comunidad de GS de Milán (N.d.T.: Juventud Estudiantil] los dos primeros años y de la Acción Católica los últimos dos. Eran compromisos exigentes en términos de tiempo. Yo percibía profundamente la naturaleza contradictoria de todas estas cosas que se me pedían. “¿Cómo es posible – pensaba – que uno me pida todas estas cosas juntas, que parecen contradecirse entre sí?”. De esta forma, en cambio, he aprendido realmente qué era la virginidad. He aprendido que podía dedicarme a la filosofía sólo en la medida que me lo permitían las otras posibilidades. La filosofía no podía convertirse en mi ídolo. He aprendido el desapego necesario para obedecer a Dios que me pedía aquel momento, en la totalidad de mi vida. Dios me ha hecho entender así que la filosofía era importante, pero no era todo.

El amor a las cosas y el amor a Cristo coinciden cuando se aman las cosas según aquella medida que hace que vayamos hacia Él. Cristo, en el desapego, nos agarra y arrastra consigo. Cristo nos educa a una intensidad diferente en las relaciones, reportando todo  a Él, hasta la liberación de poder decir: “Lo que puedo hacer yo lo hago, lo que no alcanzo hazlo tú”.

 

Los caminos de la virginidad

Este desapego no es otra cosa que entrar en el sentido que Dios tiene de la vida, penetrar la manera que tiene Dios de ver las cosas. Esta es la liturgia: la historia vista y vivida por Dios como actor principal que incorpora dentro de su acción a todos aquellos que aceptan entrar en ella. La liturgia es el lugar donde emerge el juicio de Dios sobre la historia universal y particular, personal y cósmica, total y del instante. Entrar en el desapego no significa asumir de forma voluntarista otra posición frente a las cosas. Significa entrar en otro punto de vista y poco a poco descubrirse diferentes, casi sin darse cuenta.  No se trata de amar menos, si no de amar mejor y más.

La meditación de la Escritura es esencial en este camino. No ante todo la lectura individualista de la Escritura, aquella que cada uno hace en su cuartito. Me refiero a la lectura que nos hace hacer la Iglesia todos los días en la liturgia, la lectura que hacemos juntos, de la cual la personal es tan sólo preparación o aplicación.

Una ayuda más a entrar en este punto de vista diferente, en este punto afectivo diferente es el juicio de la autoridad sobre los hechos individuales de mi vida.

Concluyo volviendo a Giussani: «Quería simplemente comunicaros estas cosas que siento cuando rezo las Laudes. Perdonad, pero la lucha en este mundo es entre la verdad y la mentira, entre la realidad como “signo” y la realidad que pretende tener una consistencia en sí misma»26. La realidad “signo” es la realidad vista desde el desapego, es la realidad mirada en los ojos de Dios. En cambio, la realidad que pretende tener una consistencia en sí es aquella en la que yo digo: “Tú eres mío, te poseo, soy yo tu Dios”. En este momento las cosas se convierten en ídolos, mentiras, vanidad. Aquella vanidad de la que justamente hablan los libros sapienciales. Aprender la vanidad de las cosas no es entrar en una postura nihilista. No es este el significado del vanitas vanitatum del Qohélet (Qo. 1, 2). Si nosotros nos atamos a la vanidad de las cosas nos convertimos nosotros mismos en vanidad. Pasar a través de las cosas percibiendo su vanidad es entrar en otro punto de vista, el punto de vista con el que Dios mira la historia y con el cual todo está asegurado para siempre.

Lección del retiro de Adviento. Casa de formación de la Fraternidad San Carlo, Roma, 29 de Noviembre de 2009.

 

Notas al texto

1 Oración Colecta del primer domingo de Adviento en el Misal Romano, Librería editrice Vaticana, Ciudad del vaticano 1983, 5

2 Ibíd.

3 «Al alba naciente del día» en El libro de las Horas [Il libro delle ore, Jaca Book, Milano 2006, 71].

4 L. Giussani, Aquí y ahora (1984 - 1985), BUR, Milano 2009, 342.

5 San Agustín, Sermo 88, 14, 13.

6 L. Giussani, Aquí y ahora, op.cit., 342.

7 Ibíd.

8 Ibíd.

9 Ibíd.

10 L. Giussani, Toda la tierra desea Tu rostro, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI) 2000, 37.

11 Ibíd., 38.

12 L. Giussani, Aquí y ahora, op. cit., 342 - 343.

13 Ibíd., 343.

14 Véase L. Giussani, Toda la tierra..., op. cit., 36.

15 Ibíd., 37.

16 Véase A. Negri, «Mi juventud», en Mia giovinezza, BUR, Milano 1995, 78.

17 L. Giussani, Toda la tierra..., op. cit., 37.

18 Ibíd.

19 Ibíd.

20 L. Giussani, Aquí y ahora..., op. cit., 345.

21 Ibíd. 345 - 346.

22 O. Mazzoni, «El bien perdido», en Nosotros pecadores: liricas, Zanichelli, Bologna 1930, 78.

23 L. Giussani, Aquí y ahora...,  op.cit., 346.

24 Oración después de la comunión del primer domingo de Adviento en el Misal Romano, op. cit., 5.

25 Oratio post communionem en Misal Romano, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975, 129.

26 L. Giussani, Aquí y ahora...,  op. cit., 346.

 

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