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La honra y la belleza de ser madre

6 de mayo de 2016
La honra y la belleza de ser madre

A varios títulos una persona puede ser apreciada, exaltada, honrada. Tal vez no haya título, después del de cristiano, que honre tanto a una mujer como el de madre…

Pues la madre no sólo es la elegida por Dios para que colabore con él en la creación, engendrando en su seno un nuevo ser en el cual infundirá un alma inmortal, sino que también, y por ser el fruto de sus entrañas, dedica a ese nuevo ser, creatura de Dios, todo su amparo, todo su cariño, todo su amor.

Y tal vez es ahí donde radica el brillo que reluce en la palabra madre.

Pues si entendemos la palabra amor no apenas como un sentimiento, sino como el deseo de querer el bien del otro, encontramos en la madre un ejemplo magnífico.

La madre quiere hacer el bien a su hijo hasta el olvido de sí misma, pasando por encima de sacrificios, cansancios y noches mal dormidas para estar, por ejemplo, a la cabecera de su hijo enfermo.

¿Sólo eso?

No. Ella está dispuesta a hacer lo mismo en el caso que su hijo haya caído en los abismos del crimen o la ignominia, y es ese amor que la hace sobrellevar todo tipo de incomodidades para llevarle algún alivio a la cárcel donde paga por sus crímenes.

¿Por qué? Porque es su hijo, y con eso está todo dicho, todo se explica.

Es por eso que el título de madre significa amor dispuesto a todo, significa abnegación, comprensión, perdón y olvido hasta el absurdo, significa seguir esperando el regreso del hijo ingrato, significa seguir acompañando con desvelo al hijo que transita caminos de perdición para que vuelva al camino del bien, al camino de Dios.

Las cosas creadas son imagen, son símbolos visibles de las cosas invisibles, de valores eternos, de realidades sobrenaturales.

Madre en la tierra y Madre de Dios

La buena madre es símbolo de otra Madre, Madre de Dios y madre nuestra, María Santísima, que desde el cielo, tiene para con nosotros, aunque en un grado inconmensurablemente mayor, los mismos desvelos, los mismos perdones, las mismas esperas, el mismo deseo de hacernos el bien, el mismo deseo de reconducirnos a los pies de su Divino Hijo cuando de Él nos apartamos.

Ella es el más perfecto reflejo creado del amor de ese Dios increado y eteno que murió por nosotros en la cruz.

Seamos siempre devotos de esa Madre del cielo, pongamos en ella toda nuestra confianza, nunca desconfiemos de su cercanía, de su amor, de su deseo de ayudarnos. Si las buenas madres terrenas, con sus limitaciones y debilidades son así, ¿no lo será la Virgen Santísima?

Entreguémonos sin reparos a Ella como esclavos de amor como recomienda San Luis Grignion de Montfort, y Ella nos tomará como posesión suya intercediendo siempre por nosotros ante su Divino Hijo. Ella es y será siempre vida dulzura y esperanza nuestra.

 

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