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La Gran Belleza: una película obligada

26 de julio de 2022
La Gran Belleza: una película obligada
Imagen:
pics.filmaffinity.com

Hace unos días leía un librito de Joseph Ratzinger, llamado Fe y Futuro. Hablando de la esperanza, y de la necesidad de trascendencia, el cardenal citaba a Simone de Beauvoir que en sus notas biográficas, con una entrada cargada de sinceridad, se quejaba del malestar que le producía la nada a la que tiende toda la vida:

 

Se despertaba mi antiguo anhelo de absoluto, de nuevo descubría la fatuidad del esfuerzo humano y la amenazadora cercanía de la muerte…A veces la idea de disolverme en la nada, me es tan espantosa como antes… toda la música, toda la pintura, toda la cultura, tantos vínculos: repentinamente ya no queda nada”.

 

Ratzinger hablaba no solo de ese afán de ser eterno, esa indisposición ante el absurdo – que Camus parece aceptar sin dramatismos- sino que se trata de la sustracción de sentido cuando todo está condenado a desaparecer. Porque, o el futuro está cargado de esperanza -como un valor espiritual que le da sentido al tiempo- o el futuro es aniquilamiento y agobio por tender a la nada.

Ese sentimiento de desgano es precisamente, según entiendo, el corazón de la película La Gran Belleza, de Paolo Sorrentino. Este film italiano, estrenado en el 2013, ganador del Óscar a mejor película extranjera, y que sugiere una especie de guiño a La Dolce Vita de Fellini, es una radiografía de una sociedad cansada, y para mí, una de las obras más honestas de nuestro tiempo.

En esta película se retratan personajes escandalosos, pero no necesariamente vulgares: una aristocracia romana, la crema y nata intelectual, que se pasa las noches en terrazas, en fiestas desbordadas, intentando, como sea, cargar de sentido -o de eventos- sus días grises. Es un grupo cínico, sibarita, que no busca respuestas porque su vida es una maraña de la que no salen limpios los verdaderos interrogantes. Es una elite que puede casi todo, porque posee mucho. Es, un rebaño para la muerte: todas sus excentricidades, sus diálogos anodinos, sus fiestas bizarras, irradian un sentimiento aniquilador: el hastío.

En el protagonista, llamado Jep Gambardella, encontramos el hemisferio sensible entre la carne descompuesta: en él encontramos un hombre - periodista y escritor- que aún no termina de corromperse, que acumula una reserva de honestidad. Es un personaje sufrido, testigo de la decadencia moral, suya y de su medio. Gambardella se encuentra de frente a una vida amenazada por la muerte, a esa caducidad a la que está sometida todo lo sublime de la existencia humana.

Con los ojos de Gambardella vemos morir al mundo occidental, consumido por un cáncer ineluctable: la decadencia de las artes, la resignación ante las desgracias, la traición en las relaciones, la mentira en los medios, la sexualidad intrascendente – o Sexo Frío como lo llama Vargas Llosa-, la corrupción política y el empañamiento de la Iglesia.

Ante este desmoronamiento, este terreno sin futuro, el protagonista empuja la última puerta del infierno, que quizá, paradójicamente, sea la salida de emergencia: no volveré a hacer nada que no quiera hacer. En esta línea que extrema todo el hedonismo del que es capaz un hombre con poder, se nos termina de ofrecer un paseo sufriente por los círculos de un infierno al que todos corremos el riesgo de llegar: un mundo vacío y sin sentido.

¿Y la salvación? Me aventuro a pensar que según el film la salvación no habita en los tiempos que están por venir. Aquí la salvación, identificada como belleza, solo se encuentra entre los hombres sencillos, entre los pobres. O más lejos aún, en el pasado. Por eso, para los hombres que han perdido la fe en el progreso, la única tabla que flota entre la tempestad es la nostalgia.

Recordar lo bello – porque lo bello solo estaría en el pasado- es el último recurso para quien aún carga la cruz de un alma sensible en medio del mundo muerto. Recordemos que ese terror por la sociedad que se sumerge en el vacío, que se suicida, es ya el último grito de Zweig.

El futuro cerrado, sin cielo, sin Dios, termina siendo la pesadilla del que engendra hijos, por eso en La Dolce Vita, de una forma incomprensible en principio, Steiner se suicida, porque se siente culpable ante su prole y temeroso del mundo que vendrá.

Pero en la Gran Belleza, digámoslo una vez más, hay un rayo que combate contra la nada, es una posibilidad ante ella. Hay un reclamo constante de sentido, y aparecen personajes que nos dejan degustar su posibilidad.

Por ejemplo, La Santa, una vieja mujer de aspecto horrible, que no estimula los sentidos, pero que se instala como un baluarte, que habla de lo bello, o mejor, muestra su posibilidad. Con la Santa, una monja que visita al Papa, los gestos de la película se cargan de una esperanza apenas confesable de que exista algo más, de que haya algo verdadero, de no estar abandonados al absurdo. La Santa pasa misteriosa por entre filas de hombres fastidiados.

En este mundo que sufre la supuesta muerte de Dios, donde todas las fatigas rivalizan con la nostalgia -único órgano de salvación para los cansados- aparecen como una luz estos seres sencillos, sujetos cargados aun de sueños, de relaciones inocentes, que aún se enamoran, que aun defienden la familia. Esta vida dichosa solo puede contemplarse de lejos por los hombres que se han corrompido, y que, extraviados, cegados ante una luz que los pasma, solo pueden burlarse de la vida.

En resumen: la película parece encerrar toda la dicha en la dialéctica de inocencia y perversión, donde la primera mira al futuro de frente, y la segunda se llena de nostalgia para darle la espalda.

 

Este paisaje desértico, de errantes y buscadores de belleza, es el campo donde aparece Cristo y seduce.

 

Cristo aparece con los cristianos que fecundan al mundo, que, si hacemos caso a la carta a Diogneto, son como el alma del mundo. Los hombres cansados se prendan de la belleza, la buscan como rastro de la ruta por donde escapa la felicidad. Este mundo, lo vemos en el film, anda sediento, y la Iglesia, purificada, ofrece de beber.

Este panorama me recuerda a algo que escribió Chesterton, sobre un mundo que va superando los mitos del neopaganismo, que ve en los creyentes una respuesta: “Pero si revivimos y perseguimos el ideal pagano de una autosuficiencia simple y racional terminaremos donde terminó el paganismo. No quiero decir que acabaremos en la destrucción. Quiero decir que acabaremos en el cristianismo”.

Por: Pbro. Jesús Arroyave Restrepo, párroco en Santa María Micaela y San Mario - capellán del colegio Adveniat

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