Pasar al contenido principal
#007300

La vida en comunidad: una posible solución a la crisis sacerdotal 

15 de septiembre de 2025
sacerdotes compartiendo
Imagen:
de referencia.

Por: Padre Mario Proietti* - ZENIT Noticias.


La noticia de un estudio reciente sobre la salud psicológica de los sacerdotes en Francia, con sus preocupantes indicadores de estrés, confirma una vez más un malestar que hemos sentido durante mucho tiempo.

Es un hallazgo que nos conmueve profundamente, especialmente a la luz de sucesos dolorosos como la muerte del Padre Matteo (1). No es un asunto exclusivo de expertos, sino una pregunta que nos interpela a todos, llamados a tomar en serio el destino de quienes sirven a la Iglesia.

Este es un recordatorio por el que me siento particularmente agradecido.

Una propuesta ante la crisis sacerdotal 

Sí, el estudio francés es alarmante, pero quizá no sorprendente. Más de uno de cada tres sacerdotes presenta síntomas de agotamiento, insomnio y ansiedad crónica. Estas cifras revelan un malestar real, generalizado y transversal. Pero más que las estadísticas, son los silencios los que hablan: las rectorías vacías, las comidas en soledad, los días repletos de compromisos, pero sin rostros auténticos. Y luego, a veces, el gesto extremo que nos deja en silencio y sin preparación, como sucedió con el padre Matteo Balzano. Es precisamente de la fuerza de esta pregunta y de la debilidad de tantas respuestas inadecuadas que surge esta reflexión. No pretende ser una conclusión, sino una invitación a abrir un diálogo profundo. Porque el desafío no es simplemente remediar un problema, sino reimaginar una forma de vida sacerdotal más acorde con la verdad del hombre, la naturaleza misma del ministerio y la lógica del Evangelio.

La vida comunitaria de los sacerdotes y San Felipe Neri

Aquí se abre un espacio fructífero para repensar la fraternidad sacerdotal no como un simple sentimiento espiritual, sino como una verdadera estructura de vida. Visto con más detenimiento, ni siquiera sería una reforma, sino un retorno a los orígenes. 

Fue en pleno siglo XVI cuando San Felipe Neri, con su extraordinaria intuición, comprendió una verdad esencial para el clero secular: la necesidad de vivir juntos para mantenerse firmes en la fe. Así, fundó el Oratorio. Su visión era clara: no una nueva orden religiosa con votos y clausuras, sino una comunidad dinámica de sacerdotes. Aquí, cada uno mantenía su propia libertad, unido a los demás por un fuerte vínculo de oración y compromiso apostólico. Una verdadera fraternidad secular, inspirada en el Evangelio e inserta en la vida cotidiana. Con el tiempo, esta forma evolucionó hasta convertirse en sociedades de vida apostólica, entidades creadas específicamente para que los sacerdotes pudieran vivir juntos sin tener que pertenecer necesariamente a un instituto religioso

Mi Instituto también pertenece a esta familia espiritual: no estamos unidos por votos, sino por compromisos; lo que nos une no es una norma jurídica, sino la caridad, que, vivida, es un vínculo más fuerte que cualquier ley. Nuestras Constituciones originales consideran la convivencia como la fuente de la evangelización: compartir la vida para compartir la misión

Para nosotros la vida comunitaria no es un accesorio o una mera disciplina, sino el lugar donde el sacerdocio sigue siendo vital.

Vida Comunitaria: sacerdotes y vocaciones florecen

El sacerdote, por su propia naturaleza, no se pertenece a sí mismo: ha recibido un don para ser don, y esto requiere relaciones, rostros y fraternidad. La identidad sacerdotal se preserva mediante la responsabilidad personal, pero se nutre del compartir diario. Y si esto es cierto en una sociedad apostólica, lo es aún más para aquellos sacerdotes diocesanos que no tienen otra afiliación que la del presbiterio. Con el nuevo Código de 1983, las sociedades de vida apostólica se asimilaron parcialmente a los institutos religiosos. Quizás en un intento de protegerlos, pero con el riesgo de perder su originalidad. Una fraternidad sacerdotal secular, que no es «religión» sino «misión compartida», corre hoy el riesgo de no encontrar un espacio canónico claro. Pero precisamente por eso, debe redescubrirse. No para retroceder, sino para profundizar: porque en la Iglesia, lo que nace del Espíritu no se extingue, aunque no encuentre reconocimiento jurídico inmediato.

La fraternidad no es un refugio para sacerdotes en crisis, sino la condición normal para vivir el ministerio sin distorsionarlo.

El celibato, cuando se sustenta en relaciones de amistad, comunión y oración, florece. Sin embargo, cuando se encuentra aislado en una rectoría vacía, se convierte en una carga debilitante. No es solo una cuestión psicológica, sino teológica. El sacerdote está configurado con Cristo Cabeza, pero no fue diseñado para actuar solo. Es miembro de un presbiterio, un hermano entre hermanos, nunca un individuo absoluto. 

En algunas situaciones, este modelo de vida ya se vive con frutos evidentes. No es necesario nombrarlos ni señalarlos como ejemplos a imitar acríticamente. Pero es innegable que donde los sacerdotes conviven, las vocaciones se multiplican, la vida sacramental se fortalece, la caridad se hace visible y la santidad ya no es una posibilidad solitaria, sino un camino compartido. Un nuevo rostro del sacerdocio: menos heroico, más humano Y todo esto puede suceder incluso sin entrar en una institución: bastaría con que tres sacerdotes, en una diócesis, pidieran vivir bajo el mismo techo, cada uno con su propia parroquia, pero con un horario compartido para la oración, una comida compartida, tiempo para el diálogo. Nada complicado. Nada ideológico. Pero todo profundamente evangélico. 

Por supuesto, alguien podría objetar: ¿dónde se encuentran tres sacerdotes dispuestos a vivir juntos? Pero la verdadera pregunta es otra: ¿quién dijo que un sacerdote debe vivir solo? ¿Cuándo y por qué se estableció esta regla no escrita, según la cual cada rectoría debe estar habitada por un solo hombre, llamado a gestionarlo todo solo? ¿No podría ser esta la raíz misma de muchas de nuestras luchas, nuestro cansancio, nuestros naufragios internos? Hoy, después de Don Mateo, ya no podemos permitirnos posponer esta cuestión. No se trata de una emergencia que deba gestionarse, sino de una decisión eclesial fundamental. 

Las diócesis ya no pueden limitarse a multiplicar las reuniones de formación o los retiros espirituales. Deben ofrecer lugares, hogares y oportunidades estables para la vida comunitaria. El obispo no solo es el garante de la fe, sino también el padre del presbiterio: y como cualquier padre, debe asegurarse de que sus hijos no crezcan solos. No se necesitan complejas reformas estructurales ni decretos sinodales. Basta con un poco de valentía, un poco de humildad y quizás incluso un poco de misericordia entre nosotros, sacerdotes. 

Dejemos de pensar en nosotros mismos como rivales o mónadas, y comencemos a reconocernos como hermanos llamados a caminar juntos. Quizás no con todos. Pero al menos con algunos.

Aquí es donde puede surgir un nuevo rostro del sacerdocio: menos eficaz, pero más humano; menos solitario, pero más creíble; menos heroico, pero más evangélico. Quizás entonces, en un hogar donde rezamos juntos, comemos juntos, lloramos y reímos juntos, un joven sacerdote cansado ya no pensará que la única salida es el final. Pero encontrará a alguien a su lado que simplemente le dirá: «No estás solo. Permanezcamos aquí. Juntos». 
---

Notas: (1) El padre Matte Balzano se suicidó. *** 

---

*El padre Mario Proietti es director de la Abadía de San Felice (Giano dell’Umbria) – Publicado originalmente en zenit.org

Aumentar
Fuente
Disminuir
Fuente

Otras noticias

#277518
#007300

Noticias relacionadas