Una tradición muy arraigada en el pueblo cristiano latino nos invita a la tarde del “Sábado Santo” a acercarnos a Jesús muerto en la cruz y colocado en el sepulcro, con el corazón de la Virgen Madre, y acompañarla en su soledad.
Nadie como ella vivió tan íntimamente la pasión y la muerte de Jesús, su Hijo, en la cruz. Nadie como ella, pues era su madre. “Una espada de dolor traspasará tu corazón”, le anunció el anciano Simeón, San Lucas : Cap. 2,35.
María estuvo serena y fuerte al pie de la cruz. Sumida en el dolor ofreció su Hijo al Padre para la redención del mundo. Muerto Jesús y colocado su cuerpo en el sepulcro, la Virgen María, sintió en lo más profundo de su alma la soledad, la ausencia de su Hijo. Y nosotros, como hijos suyos, la acompañamos, no la dejamos sola en su dolor.
Así como la humanidad entera sintió un profundo vacío después de las tres de la tarde del viernes santo, también la Virgen María, en su condición de madre, debió sentir el vacío de la presencia física de su Hijo.
En la tarde de este “Sábado Santo”, acompañemos a la Virgen María en su soledad y con ella renovemos nuestra esperanza en que mañana domingo, desde muy temprano, también con ella, celebraremos llenos de gozo el anuncio de la Resurrección del Señor.
No lo buscaremos entre los muertos. Las mujeres serán las encargadas de anunciar la “Buena Nueva”: ¡Jesús está vivo, ha resucitado! Es la Pascua del Señor.
Si creemos en Jesús resucitado, celebremos el día en que Jesús venció la muerte, sintámonos enviados a anunciar la “Buena Noticia”, defendamos la vida. Es el domingo, el día del Señor. ¡Aleluya!
Padre Carlos Marín G.
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