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Centenario del cardenal Mario Revollo Bravo: humanitario, generoso y de maravilloso humor

14 de junio de 2019
Centenario del cardenal Mario Revollo Bravo: humanitario, generoso y de maravilloso humor

Para la arquidiócesis de Bogotá hablar de Mario Revollo es hacerlo de uno de sus más queridos pastores, tan discreto como grande
 

Escribir la historia de este grande del episcopado de Bogotá tomará mucho más que un artículo periodístico. Pero para llevar un hilo conductor, el obispo castrense, monseñor Fabio Suescún Mutis, quien fuera uno de sus obispos auxiliares, accedió a compartir sus recuerdos con El Catolicismo:

 

Historia

El pequeño Mario nació en Génova, Italia, donde don Enrique Revollo del Castillo -su padre- era cónsul, barranquillero él y casado con doña Soledad Bravo Arbeláez (sobrina nieta del arzobispo Vicente Arbeláez). Ingresó al Seminario Menor y allí terminó el bachillerato. Cuando entró al Seminario Mayor, su familia pensaba que lo hacía para acompañar a su hermano, pero él era el llamado, así que terminó sus estudios básicos y viajó a Italia, que ya no era la misma de su infancia. Tanto así que fue ordenado en 1943, en medio de la Segunda Guerra Mundial.

Poseedor de una personalidad genial, profunda, de buen humor –famoso por sus apuntes, ácidos a veces, siempre oportunos y muy cachacos-, tranquilo, “jamás lo vi alterado”, dice monseñor Suescún, y profundamente humanitario, cualidad esta que lo llevó a crear una de las obras con más visión en Bogotá, la Fundación de Atención al Migrante –FAMIG.

Ya en Bogotá, en ejercicio de su presbiterado, fue llamado por el arzobispo Concha para dirigir el histórico periódico arquidiocesano, El Catolicismo. Estuvo 17 años al frente, haciendo del semanario un periódico moderno, beligerante, si se quiere, con rotativas propias y un análisis permanente de la realidad nacional, así como de la actualidad de la Iglesia universal; informó juiciosamente sobre uno de los hechos históricos más importantes: El Concilio Vaticano II. Eso mismo hizo que se precipitara su cierre. Los comentarios de un sector preconciliar del clero dejaban percibir una división del presbiterado bogotano y el arzobispo prefirió sacrificar el periódico. Pero ese ejercicio le sirvió para meterse el país, sus problemas y posibles soluciones en la cabeza. Apenas para quien sería obispo, presidente de la Conferencia Episcopal y cardenal de la Iglesia.

Fue nombrado como arzobispo de Bogotá el 25 de junio de 1984 y se rodeó de jóvenes obispos que le dieron un importante impulso a esta Iglesia particular, con nuevos bríos e ideas y, finalmente con la preparación del sínodo arquidiocesano. Él, que siempre dio testimonio de los valores cristianos, siendo un gran imitador de Jesús y un ejemplo para la familia y el país no podía dejar a esta Iglesia caminando paralela a la realidad socio cultural, tenía que insertarla en el tejido social.

Fue un hombre de paz. Creó, con otros líderes católicos y expresidentes de la República, una de las primeras comisiones de paz, que en una de las más convulsas épocas de nuestra historia abogó por la vida y la libertad de los secuestrados por el Cartel de Medellín… siempre con la mayor discreción y la mayor eficiencia.

 

Además de todo su empeño pastoral, empezó el rescate patrimonial de la Arquidiócesis, labor encomendada a monseñor Juan Miguel Huertas, quien recogió las obras de arte abandonadas, perdidas, olvidadas y dañadas, de las que hoy se puede orgullecer todo bogotano.

Y no se podía terminar esta nota sin mencionar que recibió al papa Juan Pablo II en 1986, luego de las grandes tragedias del Palacio de Justicia y Armero, durante el gobierno del presidente Betancur.

Días antes de su muerte le fue entregada la Cruz de Boyacá, como agradecimiento sincero por todo lo hecho por el país, en su casa y como siempre, dentro la más grande discreción.

 

 Imágenes: El Catolicismo / Fraternidad

 

 

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