Como si de una erupción supuestamente inesperada se tratara, ahora por todas partes se habla de que ya hay muy pocos niños y de que las parejas ya no quieren tener hijos, al menos algunas de ellas.
Jardines infantiles, colegios y escuelas ya constatan esta realidad y empiezan a ver muchas de sus instalaciones desocupadas por falta de alumnos pequeños. Se ha vuelto frecuente el ver a los jóvenes esposos más bien acompañados de perros y gatos. Y los analistas económicos ven con preocupación que estemos entrando a una humanidad donde los adultos y los mayores sean más que los niños y los jóvenes, pues esto descuadra las cuentas de las pensiones y la seguridad social en general. Y, por otra parte, en buena medida el mundo actual, en muchos aspectos, está diseñado para que no haya niños.
Pero no sería del todo cierto afirmar que esta situación de escasez de niños es algo inesperado. Desde hace más de cincuenta años la Iglesia había levantado la voz ante una potente mentalidad antinatalista, pero su voz fue rechazada con virulencia por algunos sectores que solo veían catástrofes en el crecimiento de la humanidad y que, por otra parte, tenían interés en debilitar a la familia como célula principal de la sociedad.
Al mismo tiempo se abría camino un modelo de vida centrado excesivamente en el individuo más que en la misma sociedad y en la naturaleza relacional de la condición humana, y así se ha llegado a ese ser solitario que en la actualidad pulula en el mundo moderno. De los desiertos de la soledad que esperan a quienes se han encerrado en sí mismos y que pronto estarán siendo parte de la población adulta mayor es mejor ni hablar.
Sin embargo, para ser justos, hay que reconocer que el no tener niños o al menos no tantos, también obedece a razones objetivas que no se pueden negar. Entre ellas destaca el costo de la vida, especialmente en lo referente a la vivienda y a la educación. La arquitectura masiva parece jugar contra las familias numerosas, pues apenas si ofrece espacios de unos pocos metros cuadrados para abrigar las familias. Tampoco contribuye demasiado a la vida con niños el ritmo del trabajo que en la actualidad suele ocupar tanto a los padres como a las madres de familia y que apenas les deja tiempo para la vida familiar. Y un factor relativamente reciente es el del mundo digital y las redes sociales que, siendo en principio herramientas muy útiles, han terminado por crear un ambiente social tan descompuesto que muchas parejas piensan que lo mejor es no traer niños a ese mundo tan contaminado, además de la contaminación original, la del medio ambiente. Razones, pues, para abstenerse de comunicar la vida no son pocas ni necesariamente superficiales.
¿Cuánto durará este invierno demográfico? Difícil saberlo. Pero lo que sí se puede hacer es iniciar una reflexión acerca de la importancia de la familia, de la comunicación de la vida y de la inaplazable tarea de toda la sociedad para favorecer la llegada amorosa y responsable de nuevas personas al planeta tierra.
La fuerza vital que lleva la humanidad no permitirá nunca que esta se extinga fácilmente y, sin duda, hará que nunca falten del todo los niños. Pero conviene volver a poner en primer plano todos los aspectos positivos y necesarios de nuevos seres humanos sobre la tierra, del valor único que tiene la vida y en concreto la de cada persona, así como de las inmensas posibilidades que se dan con cada vida nueva que llega al mundo.
Desde la fe, además, se sabe que toda vida es don de Dios y que nada ni nadie debería obstaculizar el deseo del Creador de comunicar su Espíritu, llamando a la vida, a lo que en su sabiduría infinita considere que deba estar en este mundo. En últimas, apreciar la presencia de niños en la comunidad humana es afirmar la belleza y el valor inigualable de la vida y de la vida nueva. Es con ellos, no sin ellos, que la humanidad debe seguir adelante.
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