Al llegar el fin del año surge la tentación de hacer balances y conviene caer en ella; pero sin perder de vista que la labor de la Iglesia nunca está terminada, nunca lo estará. La Arquidiócesis de Bogotá, que realiza su misión en un universo de unas cuatro millones de almas, se muestra hoy como una Iglesia muy viva, operante, celosa de su misión, y al mismo tiempo situada ante retos inmensos de todo orden.
La labor de la Arquidiócesis tiene su cara más visible en sus casi 300 parroquias, situadas a lo largo y ancho de la ciudad y los municipios rurales de oriente. Pero también se realiza en numerosas capellanías en hospitales, clínicas, universidades, colegios, cárceles, instituciones estatales, medios de comunicación, etc. Es una presencia que realizan esencialmente los sacerdotes, pero que se ha visto muy bien complementada por los diáconos permanentes y muchísimos laicos bien formados y muy comprometidos.
Es una fortuna contar con los diáconos y los laicos comprometidos, pero mayor suerte es que progresivamente se estén encomendando a ellos tareas concretas sin necesidad de estar siempre bajo la tutela sacerdotal.
Por otra parte, es muy satisfactorio constatar el creciente número de las llamadas pastorales especializadas que han permitido atender debidamente diversos campos del servicio evangelizador. Los catequistas han ido ganando espacio y representación, conforme el papa Francisco ha querido darles cada vez más protagonismo dentro de la comunidad eclesial. Y se han extendido también en forma notable los ministros extraordinarios de la comunión, los proclamadores de la Palabra y los ministros para los enfermos.
Mención especial hay que hacer de las labores de la antiguamente llamada pastoral social, hoy rebautizada como desarrollo humano integral. La Arquidiócesis de Bogotá, encabezada muy claramente en este campo por el arzobispo Luis José Rueda Aparicio, un cardenal de corte netamente “papa Francisco”, pone cada vez más sus pies, sus manos y sobre todo su corazón en medio de las personas más pobres de la ciudad: indigentes, hambrientos, privados de la libertad, enfermos, barrios periféricos. Esto ha sido un signo muy elocuente en este pontificado en Bogotá, precedido de obras históricas como la Fundación San Antonio, el Banco Arquidiocesano de Alimentos, el Tecnológico del Sur, el Instituto San Pablo Apóstol y otras más. El evangelio enseña que a los pobres siempre los tendremos y por lo mismo siempre debe existir hacia ellos una preocupación especial, como la que de hecho se da en la iglesia particular de Bogotá.
También es importante destacar, a la hora de los balances en la Arquidiócesis de Bogotá, un creciente sentido de pertenencia a esta comunidad eclesial de quienes son más activos en todos los campos de la misión. En general el clero, pero cada vez son más visibles los diáconos permanentes, los catequistas y agentes de pastorales especializadas, muchos religiosos y religiosas. Prueba de ello son las numerosas convocatorias que se han hecho a lo largo del año y que han encontrado una respuesta masiva en cada ocasión, como, por ejemplo, la reciente asamblea arquidiocesana. Y en todo esto se respira un verdadero espíritu sinodal, según el cual todo bautizado tiene una misión en la Iglesia y la Iglesia da signos concretos de facilitar y estimular su participación en la misión.
Así, entonces, la Arquidiócesis de Bogotá llega a sus 460 años de existencia llena de vitalidad evangelizadora, conciente de sus logros y sus tareas pendientes, y también de sus pecados y fallas que deben ser corregidas constantemente. En nuestra próxima columna abordaremos los retos que tiene por delante esta comunidad creyente situada por Dios en la sabana de Bogotá.
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