En los años recientes la Iglesia católica ha experimentado un éxodo de diversas proporciones, según lugares y países, de algunos de sus miembros. Este éxodo ha tenido diferentes caras: algunos han optado por renunciar a la fe religiosa; otros han decidido entrar a formar parte de otras iglesias cristianas; y no han faltado los que hayan cambiado de religión completamente, dejando atrás su cristianismo original. Es innegable este marcharse de la Iglesia, aunque menos del seguimiento de Jesús, como hijo de Dios y salvador del mundo.
Las razones del éxodo son muy variadas. Nos interesa constatar que una de ellas tiene que ver con que el mensaje y la persona de Jesucristo resultan o muy difíciles de aceptar y seguir o, quizás, propios para otra época, pero no para la actual. Con frecuencia se escucha decir que la Iglesia y su mensaje no se han actualizado suficientemente para estar a tono con el mundo moderno. Y en este sentido se busca que la Iglesia y el Evangelio se adapten al relativismo que atraviesa toda la cultura contemporánea, y que ha terminado por debilitar la percepción clara de las leyes o mandatos de Dios; el valor absoluto de la vida y la dignidad humana; la dependencia del ser humano de los planes y llamadas de Dios; la necesidad de la conversión; y casi que ni se menciona hoy en día la salvación definitiva de cada ser humano.
Jesucristo, según narran los evangelios, sintió también en carne propia esta oposición a su misión, a la propuesta del Reino de Dios, a su propósito de dar la vida por los pecadores. Y, sin embargo, la respuesta de Jesús no fue otra que la fidelidad al mandato divino y el cumplimiento de su santa voluntad. Y supo cargar con la dura cruz de quienes se le opusieron obstinadamente. Al final, que no fue su muerte, sino su resurrección, no fueron pocos los que creyeron y se decidieron a seguirlo hasta la muerte. Pero es necesario insistir en la fidelidad de Jesús a su Padre y cómo este le respondió al resucitarlo de entre los muertos.
El éxodo de fieles de la Iglesia podría generar la tentación de ofrecer un cristianismo más bien insípido y sin novedad. Sin cruz, diría Benedicto XVI. Desde luego que el éxodo también es un llamado a que todos los cristianos examinen si su vida es testimonio atractivo de su fe para construir a otras personas o si, por el contrario, suscita el éxodo.
Pero el tema central es que la Iglesia y cada bautizado en particular tienen como primera tarea diaria la fidelidad a Dios, tanto en su enseñanza como en el seguimiento de Jesucristo. Y es posible que esto genere en algunas personas el deseo de abandonar este camino y emprender otras sendas de vida. Es inevitable desde los tiempos más antiguos.
A la pregunta dirigida a los apóstoles por Jesús: “¿también ustedes quieren marcharse?”, el apóstol Pedro respondió que solo Jesús tenía palabras de vida eterna y que no había otro a quien seguir. Se trata de una indicación clarísima sobre lo que siempre se debe hacer ante las amenazas de éxodo en la Iglesia o en la fe, o con respecto a Jesucristo: proponer siempre su Palabra y su ser con absoluta fidelidad, aunque no siempre sean bien recibidos. Una vez hecha la propuesta se deja el inmenso campo de la libertad y el amor para que cada uno responda sinceramente a los llamados incesantes de Dios y de su Hijo. Unos se quedarán, otros se marcharán.
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