¿La Iglesia católica está en vísperas de un Concilio Vaticano III, con nombre de sínodo? No necesariamente, pero puede haber algo de eso. Y ya hay algo de ello al menos en el ambiente que le precede. En muchos lugares y ámbitos eclesiales actuales hay una interesante tensión que refleja, sobre todo, una Iglesia viva, consciente, ocupada y preocupada, cosa que tiene un inmenso valor.
Cuando se sucedieron los dos concilios vaticanos, ambos estuvieron precedidos de grandes inquietudes teológicas, pastorales, bíblicas, litúrgicas, también políticas, y cada uno dio verdaderos frutos en el Espíritu que le permitieron a toda la Iglesia superar momentos llamados de crisis y seguir caminando de acuerdo con los signos de los tiempos, cosa por lo demás absolutamente sabia y también necesaria moralmente. La Iglesia no puede pecar de anacrónica pues está llamada a salvar al hombre y a la mujer de cada época concreta.
Y con toda seguridad, el Espíritu está llamando a la Iglesia, entendida como el pueblo de Dios, a reflexionar sobre su ser y misión en el mundo actual. El asunto es complejo. En realidad, como lo afirmaron en alguna ocasión los obispos, no estamos en una época de cambios sino en un cambio de época. Y se impone la tarea, serena y espiritual, de fe y confianza en Dios, de discernir con mucho tino cómo ser signo de la presencia de Dios en esta era de la historia. No cabe ni un espíritu de nostalgia que quisiera unos retornos imposibles y unas desconexiones tremendas con los tiempos que corren, ni un espíritu soñador e iluso que desconoce el diario vivir de la humanidad y de la Iglesia y que apunta a unas metas tan ideales que en realidad nada se logra realmente. Para cada momento de la historia Dios ha sabido nutrir a su Iglesia y a sus hijos con los dones necesarios para responder a las grandes inquietudes del corazón humano.
Desde luego que, ante un acontecimiento de la magnitud de un sínodo universal, se requiere recordar algunas premisas de la vida de fe y de la vida eclesial. La primera de todas es que la obra la hace Dios y el que inspira es el Espíritu Santo. Y hay que creer firmemente que lo siguen haciendo, también a través del sínodo de octubre. La segunda es que todos los participantes deben sentir un amor profundo y respetuoso por la Iglesia, que no le pertenece a ninguna persona, sino que es de Dios y es cuerpo místico de su hijo Jesucristo. Nunca serán suficientes las precauciones para que nadie reclame propiedad sobre la Iglesia. La tercera es que toda reunión eclesial debe estar marcada por la fe y la esperanza, y realizada en espíritu de caridad. Si esto no sucede no vendrán sino males, decisiones equivocadas, escándalos y malos espíritus. La cuarta premisa, no por eso la de menor importancia, es tener claro que toda acción eclesial, sínodo incluido, no debe tener meta diferente a poder llevar en la mejor forma posible la salvación de Cristo a cada persona y a cada comunidad.
Finalmente, a nivel puramente humano y mundano, el sínodo también debe ser protegido de las insidias del maligno. Podría querer convertirlo en un evento para enfrentar ideologías. O en un acontecimiento a favor o en contra del Romano Pontífice. O en un enfrentamiento entre pastores y laicos.
Incluso, en un mundo que hoy se caracteriza por estar angustiado y desconcertado, el maligno pudiera aprovechar para intentar sembrar confusión doctrinal o moral, litúrgica o bíblica, y en otros campos de la vida eclesial. Ojalá todos los que han sido llamados a participar de este bello encuentro eclesial, sin dejar de actuar con libertad, antes de entrar al aula sinodal invoquen con fe las luces del Espíritu Santo para que solo suceda allí adentro lo que Dios quiera que suceda.
Y el resto de la Iglesia tiene la misión de acompañar esta importante cita eclesial que, de alguna manera sí tiene un aire de concilio, que no es otra cosa que una reunión para trabajar juntos en cuestiones de Iglesia.
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