En la tarea diaria de los sacerdotes de la Iglesia católica causan, por lo menos, desconcierto algunas de las afirmaciones que desde el seno mismo de la Iglesia se hacen de ellos. Se ha vuelto recurrente referirse a ellos como una especie de estamento que existe dentro de la comunidad creyente y que se hace necesario soportar, pero no se le quiere valorar suficientemente, quizás por los grandes errores de algunos. E, infortunadamente, esta visión negativa se ha vuelto costumbre y ha ido ascendiendo hasta los niveles más altos de la Iglesia, desde los cuales al menos se esperaría la tan cacareada misericordia. Pero no es la nota dominante de la actualidad eclesial.
Los sacerdotes de la Iglesia son exactamente el fruto de lo que ella, en su praxis más que en sus teorías, ha engendrado. Si se quisiera resumir en pocas palabras o darle un nombre a ese fruto se podría denominar a los sacerdotes como los verdaderos obreros del Reino, con sus virtudes y sus limitaciones, aciertos y errores. Tal vez no sean ellos los arquitectos, los diseñadores, los calculistas del hermoso edificio eclesial. Pero sí son los cargaladrillos, los que alargan sus jornadas de cada día para terminar la misión nunca terminada, los que luchan para dar cabida a todos los que tocan las puertas de la casa de Dios que es la Iglesia, los que deben mantenerla hermosa y resplandeciente, los que lidian con la multitud de planes pastorales, proyectos, cartas, encíclicas, folletos, libros, todo lo cual suele llegarles cuando están trepados en los andamios de la verdadera pastoral. Y, claro, son también los hombres que se agotan y a veces bajan un poco sus ánimos.
Estos sacerdotes, los que ejercen el bello ministerio a lo largo y ancho del mundo, son también los que ponen el pecho y la cara ante unas sociedades no siempre amigables con la fe, la religión y la dimensión espiritual. Son los que abren desprevenidamente las puertas de sus recintos para escuchar los reclamos, muchas veces airados, de los pobres y necesitados, y solucionarlos hasta donde sea posible. Son también, los famosos curas, quienes deben extender la mano en busca de recoger dinero para asegurar su supervivencia y, cómo no, la de obras lejanas y desconocidas para ellos mismos. Estas y otras muchas tareas, con el gris sabor de lo cotidiano, son las que atienden los ministros del Señor y quien no lo sepa y conozca porque no ha sido cura en la práctica, habla sin conocimiento de causa.
Que hay fallas, ¿Qué duda cabe?, el ministerio sagrado ha sido depositado en seres de barro. Está demostrado desde la misma era apostólica. Pero, igualmente, está demostrado que con estos seres se ha levantado y sostenido la Iglesia de Jesucristo. Han sido ellos, no otros miembros de la Iglesia, los que han extendido el Reino, levantado los templos, visitado a los enfermos, auxiliado a los pobres, confesado a los pecadores. Han sido sus bocas las que han transmitido el Evangelio por generaciones y generaciones; y sus manos las que han sumergido los niños en la pila bautismal, llevado el pan de vida a la boca de los comulgantes, absuelto a los pecadores, ungido a los enfermos, etc. Esta incesante vida sacerdotal, la de los que son santos y la de los que no lo son todavía, es la que no logra ser reconocida con toda justicia y consideración.
Nadie más consciente de sus propios límites que los mismos sacerdotes. Pero estos límites y las fallas que conllevan no se corregirán en el seno de la Iglesia hablando mal de los sacerdotes o denigrando las casas de formación o haciendo escarnio público de ellos en los medios de comunicación y al vaivén de los micrófonos. Al menos eso no es lo que enseña el Evangelio de Jesucristo y que vale para todos los miembros de la Iglesia.
Nos auguramos que el proceso doloroso de mejoramiento de la vida sacerdotal en la Iglesia siga progresando en muchos sentidos, pero que nunca se pierda de vista ni la dignidad ni el respeto que también es debido a quienes, aun siendo pecadores, se han entregado al servicio de las cosas santas.
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