La fe cristiana enseña que el mundo ha sido creado por Dios. Eso solo basta para mirarlo y tratarlo con respeto, y siempre con cuidado. Afortunadamente ha ido creciendo la conciencia, en casi toda la humanidad, del deber ineludible de luchar a diario para que todo lo que hay en el planeta Tierra sea objeto del mejor trato posible por parte de la especie humana.
Son muchos los signos, especialmente los climáticos, que han encendido las alarmas sobre los grandes desequilibrios que la actividad humana ha introducido en toda la creación y cuyos efectos afectan, sobre todo y, en primer lugar, al mismo ser humano. Y si los hombres y mujeres que habitan el planeta no cuidan la Casa Común, como la ha llamado el papa Francisco, el futuro no parece esperanzador.
Estas preocupaciones han convocado la cumbre sobre la biodiversidad COP16 en la ciudad de Cali, Colombia. El gran reclamo que se hace allí y en las anteriores cumbres es que las decisiones se pongan en práctica y que no todo quede reducido a documentos llenos de alarmas y lóbregas predicciones. Sin embargo, el modelo económico y político, el estilo de vida actual, la sed desenfrenada por la riqueza, las ganancias sin límites, aparecen como obstáculos monumentales para darle mejor salud al planeta Tierra.
Desde el punto de vida espiritual, la salvación de la vida en la Tierra dependerá en gran medida de una conversión de corazón de los seres humanos en su forma de situarse en el mundo. El modo actual en que transcurre la vida humana está agotando la Casa Común.
En medio de las discusiones sobre la biodeversidad, se ha escuchado, en hora buena, un llamado a conservar la vida como la principal tarea de todas. Pero hay que enfatizar que esta consigna debe ser completa y sincera. Porque la cultura actual es propensa a repetir eslóganes, pero, al mismo tiempo, a llenarlos de condiciones y excepciones, que terminan por opacar o negar lo que se reclama a gritos. No debe haber ninguna sombra a la hora de alinear a la humanidad en la defensa de la vida como un todo y en la cual se sitúa de modo particular la vida humana.
No puede gritarse a los cuatro vientos que la vida debe ser respetada, pero al mismo tiempo afirmar que hay momentos en que puede ser suprimida o los recursos de la naturaleza explotados sin límite conocido o simplemente ver toda la naturaleza-creación como una especie de naranja a la cual hay que exprimir hasta su última gota. Así las cosas, el primer efecto de la COP16 y de cualquier acción por la biodiversdad debe ser llegar a un acuerdo claro y contundente en el sentido del deber ineludible de respetar toda vida que hay sobre la Tierra, sin excepciones de conveniencia.
También desde el orden espiritual, desde la misión de la Iglesia, cabe intensificar el trabajo para recuperar la noción del mundo como obra de Dios y a la cual el hombre y la mujer deben servir y respetar.
Cuando las personas, desde la fe, ven todo como don gratuito de Dios pueden llegar a comprender más fácilmente que la respuesta adecuada al Creador es la de custodiar los bienes recibidos, el más grande todos, la vida en todas sus manifestaciones.
Existen modos a través de los cuales la presencia del ser humano sobre el planeta Tierra puede ser provechosa, respetuosa y protectora. Y es importante que todas personas entiendan esto. No conviene dejar que estos temas se conviertan en propiedad de unos pocos, pues de la misma manera los demás tienden a desentenderse.
Conviene enseñar a cada persona cómo pasar por este mundo en forma correcta y dejando sobre él una huella, no de destrucción, sino de vida que se sostiene y prolonga para bien de todos.
El relato de la creación en el libro de Génesis va acompañado de una especie de estribillo puesto en boca de Dios, que, viendo su creación, decía: “Vio que era bueno”. Añadamos: nada justifica destruirlo.
Fuente Disminuir
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