Discurso del Papa León XIV en su encuentro con los obispos y el clero del Líbano

Consagrados y agentes pastorales en el Santuario de Nuestra Señora del Líbano. Luego de oír algunos testimonios, el Santo Padre les agradeció por su presencia en este Santuario de Harissa, signo de unidad para todo el pueblo libanés.
A continuación el discurso pronunciado por el Papa León XIV: Queridos hermanos en el episcopado, sacerdotes, religiosos y religiosas,
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con gran alegría me encuentro con ustedes durante este viaje, cuyo lema es «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). La Iglesia en Líbano, unida en sus múltiples rostros, es un ícono de estas palabras, como afirmaba san Juan Pablo II, tan afectuoso con su pueblo: «En el Líbano de hoy —decía—ustedes son responsables de la esperanza» (Mensaje a los ciudadanos del Líbano, 1 mayo 1984); y añadía: «Creen, allí donde viven y trabajan, un clima fraterno. Sin ingenuidad, sepan confiar en los demás y sean creativos para que triunfe la fuerza regeneradora del perdón y de la misericordia» (ibíd.).
Los testimonios que hemos escuchado —gracias a cada uno de ustedes— nos dicen que estas palabras no han sido vanas, sino que han encontrado escucha y respuesta, porque aquí se sigue construyendo la comunión en la caridad.
En las palabras del Patriarca, a quien agradezco de corazón, podemos captar la raíz de esta tenacidad, simbolizada por la gruta silenciosa en la que san Chárbel rezaba ante la imagen de la Madre de Dios, y por la presencia de este Santuario de Harissa, signo de unidad para todo el pueblo libanés. Permaneciendo con María junto a la cruz de Jesús (cf. Jn 19,25), nuestra oración —puente invisible que une los corazones—nos da la fuerza para seguir esperando y trabajando, incluso cuando a nuestro alrededor retumba el ruido de las armas y las exigencias propias de la vida cotidiana se convierten en un desafío.
Uno de los símbolos que figuran en el “logotipo” de este viaje es el ancla. El Papa Francisco la evocaba a menudo en sus discursos como signo de la fe, que permite ir siempre más allá, incluso en los momentos más oscuros, hasta el cielo. Decía: «Nuestra fe es el ancla en el cielo. Tenemos nuestra vida anclada en el cielo. ¿Qué debemos hacer? Agarrar la cuerda [...]. Y vamos adelante porque estamos seguros que nuestra vida tiene como un ancla en el cielo, en esa orilla a la que llegaremos» (Catequesis, 26 abril 2017). Si queremos construir la paz, anclémonos al cielo y, firmemente dirigidos hacia allí, amemos sin miedo a perder lo efímero y demos sin medida.
De estas raíces, fuertes y profundas como las de los cedros, crece el amor y, con la ayuda de Dios, cobran vida obras concretas y duraderas de solidaridad.
El padre Youhanna nos ha hablado de Debbabiyé, el pequeño pueblo en el que ejerce su ministerio. Allí, a pesar de la extrema necesidad y bajo la amenaza de los bombardeos, cristianos y musulmanes, libaneses y refugiados del otro lado de la frontera, conviven pacíficamente y se ayudan mutuamente. Detengámonos en la imagen que él mismo sugirió, la de la moneda siria encontrada en la bolsa de limosnas junto con las libanesas. Es un detalle importante: nos recuerda que en la caridad cada uno de nosotros tiene algo que dar y que recibir, y que el donarnos mutuamente nos enriquece a todos y nos acerca a Dios. El Papa Benedicto XVI, durante su viaje a este país, hablando del poder unificador del amor incluso en los momentos de prueba, dijo: «Ahora es precisamente cuando hay que celebrar la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división. [...] Saber convertir nuestro sufrimiento en grito de amor a Dios y de misericordia para con el prójimo» (Discurso durante la visita a la Basílica de San Pablo en Harissa, 14 septiembre 2012).
Es el único modo para no sentirnos aplastados por la injusticia y la opresión, incluso cuando, como hemos oído, nos traicionan personas y organizaciones que especulan sin escrúpulos con la desesperación de quien no tiene alternativas. Sólo así podremos volver a esperar en el mañana, a pesar de la dureza de un presente difícil de afrontar. A este respecto, pienso en la responsabilidad que todos tenemos hacia los jóvenes. Es importante favorecer su presencia, también en las estructuras eclesiales, apreciando su aportación de novedad y dándoles espacio. Y es necesario, incluso entre los escombros de un mundo con dolorosos fracasos, ofrecerles perspectivas concretas y viables de renacimiento y crecimiento para el futuro.
Loren nos ha hablado de su compromiso con la ayuda a los migrantes. Ella misma migrante, desde hace tiempo comprometida con el apoyo a quienes, no por elección sino por necesidad, han tenido que dejarlo todo para buscar, lejos de casa, un futuro posible. La historia de James y Lela, que ella nos ha contado, nos conmueve profundamente y muestra el horror que la guerra produce en la vida de tantas personas inocentes. El Papa Francisco nos ha recordado en varias ocasiones, en sus discursos y escritos, que ante dramas semejantes no podemos permanecer indiferentes, y que su dolor nos concierne y nos interpela (cf. Homilía en la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 29 septiembre 2019). Por un lado, su valentía nos habla de la luz de Dios que, como dijo Loren, brilla incluso en los momentos más oscuros. Por otro lado, lo que han vivido nos obliga a comprometernos para que nadie tenga que huir de su país debido a conflictos absurdos y despiadados, y para que quien llama a la puerta de nuestras comunidades nunca se sienta rechazado, sino acogido con las palabras que la propia Loren citó: “¡Bienvenido a casa!”.
De esto nos habla también el testimonio de la hermana Dima, que ante el estallido de la violencia decidió no abandonar el campo, sino mantener la escuela abierta, convirtiéndola en un lugar de acogida para los refugiados y en un centro educativo de extraordinaria eficacia. En esas aulas, además de ofrecer asistencia y ayuda material, se aprende y se enseña a compartir “el pan, el miedo y la esperanza”, a amar en medio del odio, a servir incluso en el cansancio y a creer en un futuro diferente más allá de toda expectativa. La Iglesia en Líbano siempre ha prestado mucha atención a la educación. Los animo a todos a continuar con esta loable labor, asistiendo sobre todo a quien pasa necesidad y a quien carece de medios, a quienes se encuentran en situaciones extremas, con decisiones guiadas por la caridad más generosa, para que la formación de la mente vaya siempre unida a la educación del corazón. Recordemos que nuestra primera escuela es la cruz y que nuestro único Maestro es Cristo (cf. Mt 23,10).
El padre Chárbel, al respecto, hablando de su experiencia de apostolado en las cárceles, dijo que precisamente allí, donde el mundo ve sólo muros y crímenes, en los ojos de los reclusos —a veces perdidos, a veces iluminados por una nueva esperanza— vemos la ternura del Padre que nunca se cansa de perdonar. Y es así: vemos el rostro de Jesús reflejado en el rostro de los que sufren y de los que cuidan las heridas que la vida ha causado. Dentro de poco realizaremos el gesto simbólico de entregar la Rosa de Oro a este Santuario. Es un gesto antiguo que, entre otros significados, tiene el de exhortarnos a ser perfume de Cristo con nuestra vida (cf. 2 Co 2,14). Ante esta imagen, me viene a la mente el perfume que emana de las mesas libanesas, típicas por la variedad de alimentos que ofrecen y por la fuerte dimensión comunitaria de compartirlos. Es un perfume compuesto por miles de aromas, que sorprenden por su diversidad y, a veces, por su conjunto. Así es el perfume de Cristo. No es un producto costoso reservado a unos pocos que pueden permitírselo, sino el aroma que se desprende de una mesa generosa en la que hay muchos platos diferentes y de la que todos pueden servirse juntos. Que este sea el espíritu del rito que nos disponemos a celebrar y, sobre todo, el espíritu con el que cada día nos esforzamos por vivir unidos en el amor.
Fuente Disminuir
Fuente



