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El gran pontífice Juan XXIII, el “Papa bueno”

11 de octubre de 2016
El gran pontífice Juan XXIII, el “Papa bueno”

Me ordené de sacerdote, por una particular misericordia de Dios, en la capilla del Seminario Mayor de Bogotá, el 15 de julio de 1962. Mi ordenante fue mi arzobispo, el…

Él tuvo a bien enviarme  a estudiar historia de la Iglesia en la universidad Gregoriana de Roma. Allí, en efecto, comencé mi especialización entre septiembre y octubre del mismo año de mi ordenación. El contexto maravilloso que rodeaba mi ordenación sacerdotal, tanto en el Seminario como en el mundo entero, estaba todo él impregnado de la expectativa del Concilio Vaticano II. En mis registros de recuerdo para mi ordenación coloqué: “año del Concilio Vaticano II”.

Las miradas todas de la Iglesia y del mundo, entre ellas la mía, se dirigían hacia el hombre con dimensiones mundiales, Juan XXIII (1958-1963) –hoy  san Juan XXIII-, sucesor de ese otro Papa colosal que fue Pío XII (1939-1958). Para el 11 de octubre de 1962 Juan XXIII había convocado el sagrado Concilio. Días antes de este magno acontecimiento llegué yo a Roma. Presencié todo. Me involucré en todo. Contemplé a Juan XXIII, quien luego me sería tan cercano y tan familiar, en solemnísima procesión de apertura con los miles y miles de sucesores de los Apóstoles, revestidos con sus ornamentos blancos y sus mitras, llamados por  el sucesor de Pedro a encontrarse en el Concilio. 

Allí iban también los observadores de las iglesias ortodoxas, de las dos religiones monoteístas, judíos y musulmanes, y de todas las demás confesiones cristianas del mundo. Las multitudes de fieles los seguían maravillados. Aquellos fervientes recuerdos míos de neosacerdote, que vivió en Roma, paso a  paso y detalle por detalle, todo el Concilio, se agolpan en mi mente y en mi corazón cuando escribo estas líneas y me conmueven hasta las lágrimas: era la Iglesia entera, que pasaba en desfile sagrado ante mis ojos. Aquel papa Juan XXIII y aquellos  obispos y prelados del Vaticano II eran grandes, a la medida de la Iglesia: los convocaba el Espíritu Santo,  “alma de la Iglesia”, para hablarle al mundo con la voz de Jesucristo.

Juan XXIII pretendía, con la fuerza del Espíritu, producir un “aggiornamento”, una “puesta al día” de la Iglesia, que no se reunía en Concilio desde 1870. Eran casi 100 años en los que los sucesores de los Apóstoles no “se veían las caras” para intercambiar opiniones y poner sobre la mesa las preocupaciones inmensas acumuladas de la Iglesia del Señor. 

Con todo, los propósitos inspirados de Juan XXIII no se pueden contemplar aislados de un contexto que proviene del Concilio Vaticano I, el Concilio del beato Pío IX (1846-1878). A raíz de la irrupción, más que indebida y abusiva, de los políticos descreídos y revolucionarios italianos de aquella época, en los asuntos de la Santa Sede y del poder del Papa, se rompió el curso armónico del Vaticano I. Cosas tan importantes como la discusión y puesta en evidencia teológica y dogmática de las relaciones entre el Papa y los Obispos, de la verdad acerca de la Sagrada Escritura y la Tradición y muchos otros interrogantes de doctrina y disciplina de la Iglesia, los que aparecían sin resolverse desde el Concilio de Trento en el siglo XVI, permanecieron pendientes, ¡pues el Vaticano I se rompió!. 

Quedaron, en situación de prisioneros entre los muros  de las instalaciones vaticanas, además de Pío IX, los papas León XIII (1878-1903),  Pío X (1903-1914), Benedicto XV (1914-1922) y Pío XI (1922-1939). No nos corresponde detenernos ahora en lo que estos Papas pudieron, sin embargo, adelantar en favor de la Iglesia universal desde su situación de confinamiento.  Con Pío XI y su propio Concordato con el gobierno italiano se terminó el confinamiento.  Muerto él, vino, como sucesor, un verdadero luminar y un coloso espiritual para guiar la Iglesia: El papa Pío XII. A través de él, de su doctrina profundísima, clarividente y múltiple y con sus propósitos de renovación en la Iglesia, es como  se deben entender los indeclinables objetivos y propósitos de su sucesor Juan XXIII de procurar el “aggiornamento” de la Iglesia.

Pío XII concibió ya la idea y el propósito de reunir un Concilio. No pudo materializarlo, por causa de la 2ª guerra mundial y sus consecuencias. El papa Juan XXIII, valiéndose de una auténtica inspiración del Cielo, se propuso llevar a efecto lo que Pío XII enhorabuena deseaba. De todo ello resultó el magno Concilio Vaticano II.  Éste resume máximamente la obra grandiosa de los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI. A la mitad de las sesiones murió el “Papa bueno”. Me correspondió llorarlo amargamente en Roma con el mundo entero. 

Su legado lo tomó, en un todo y con una energía y clarividencia, propias de otro inolvidable Pontífice, Pablo VI, quien visitara Colombia en 1968.  Y me correspondió también estar a escasos metros, junto con mi obispo ordenante, el cardenal Luis Concha, al lado del nuevo Pontífice Pablo VI en su coronación e imposición de la tiara en la plaza de San Pedro. También estuve, junto al cardenal Concha, en una de sus primeras audiencias como Papa.

Ambos, Juan XXIII y Pablo VI, se constituyeron en los papas del “aggiornamento” de nuestra santa Iglesia en el siglo  XX y para el siglo XXI. El acervo riquísimo de Documentos, que el Concilio Vaticano II nos legó, dan claro testimonio de este testamento verdadero que los dos insignes Papas, junto con los sucesores de los Apóstoles de la época, obedientes todos al Espíritu Santo, nos entregaron, para que pudiéramos marchar más firmemente por el camino de  la salvación. 

Imágenes: Peter Geymayer, adrianalbertoherrera.wordpress.com, dilmitadotorg.wordpress.com

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