“Jesús es veraz y enseña el camino de Dios con franqueza, sin que le importe nadie porque no mira la condición de las personas”.(Biblia de Jerusalén). Es el saludo, o mejor, la confesión que hacen los hipócritas y mal intencionados fariseos y los súbditos de Herodes.
Se sienten heridos en carne viva por las parábolas anteriores, “La de los dos hijos, la de los viñadores perversos y la de los invitados al banquete de bodas”, y por ello tratan de comprometerlo en una cuestión delicada que tiene al mismo tiempo carácter político y fondo religioso: La autoridad.
Quieren comprometerlo ante la fe unánime de Israel y ante el poder político: ¿Es lícito pagar tributo al César? Es una pregunta insidiosa, una trampa bien pensada para enfrentarlo con el poder romano, pero Jesús no cae. Más bien los desenmascara, los enfrenta como esclavos del sistema al reconocer la soberanía del emperador.
Jesús les responde recordando la primacía de Dios. El no está al servicio del emperador de Roma. El ha venido al mundo a abrir caminos al Reino de Dios y a la justicia de Dios entre sus hijos e hijas. La dignidad de hijo de Dios no puede estar sometida a ningún César.
La moneda lleva la imagen del emperador, el hombre la imagen de Dios. (Libro del Génesis). Al César le pertenecen las monedas del impuesto, - el dinero, eso es lo suyo, - devolvédselas, para que podáis adorar al Dios verdadero, al Señor del universo. Una respuesta que no puede ser distorsionada y menos manipulada, como hoy lo hacen algunos.
Dios y el César no pueden ponerse al mismo nivel. Devolver a Dios lo que es de Dios, significa y supone reconocer y
celebrar a Dios, el único Señor del universo, como lo dice el Salmo 24 con tan bellas palabras. Por eso hay que dar a Dios lo que es de Dios. Los pobres son de Dios, los pequeños son sus predilectos. Ningún César puede abusar de ellos.
El Evangelio es el que nos ofrece a todos los comprometidos en el bien común, en la justicia, en la fraternidad, en el ejercicio de la autoridad, una visión de la persona humana y de la vida, unos principios, unos valores, una ética, una moral, que inspiran, que guían, que orientan la presencia y la acción del cristiano en el ejercicio de la política, del gobierno de una ciudad, de una nación.
La dignidad, la vida, el bienestar de una persona, de la familia, de una sociedad; la economía, la salud de todo un pueblo, no pueden estar sometidas al poder imperial, al interés perverso de ningún César.
Padre Carlos Marín G.
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