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#277518

Falacia laicista.

28 de abril de 2017
Falacia laicista.

La laicidad del Estado puede ser entendida de múltiples maneras, a veces opuestas e incluso contradictorias. Al referirse al ‘Estado laico’, término bastante común en estos días, es siempre necesario distinguir, cuidadosamente, entre una sana vivencia de la laicidad y el laicismo.

Una sana laicidad reconoce la mutua y legítima autonomía del Estado y de la religión, sin negar, no obstante, el papel esencial e insustituible de las religiones en el ámbito público y la colaboración recíproca que ha de existir entre las autoridades civiles y religiosas en la salvaguarda del bien común. El laicismo, por el contrario, como corriente ideológica, considera la religión como “superstición” e intenta limitar su acción y su influencia, juzgándolas a priori como perjudiciales para el hombre y para la sociedad. En su versión contemporánea, más sutil, el laicismo tiende a excluir la religión de la vida pública mediante un forzado confinamiento de la experiencia religiosa al ámbito privado y a la conciencia individual.

Se habla, en ese contexto, del “Estado laico” con la intención de “encerrar en las sacristías” la voz de los creyentes e imponer, desde el amplio escenario del poder, una visión unilateral del mundo y de la sociedad. Las falacias de esta praxis son evidentes: democracias que dan la espalda a los valores religiosos de sus pueblos; políticos tecnócratas que se convierten en “maestros” de una moral laica que nadie puede cuestionar y presuntos adalides de la tolerancia que discriminan y ridiculizan a quienes no piensan como ellos. 

Nada más distante de un Estado social de derecho, auténticamente democrático y plural, que la imposición de la ideología laicista como fundamento de su convivencia política y social, negando a sus ciudadanos, a los creyentes, el espacio que por derecho les corresponde en la esfera de lo público. Precisamente por ello, intentando refutar de antemano cualquier interpretación tendenciosa de la laicidad, la Constitución de 1991 evitó definir a Colombia como un “Estado laico” decantándose –a pesar de las presiones– por un enunciado menos ambiguo, que definió a nuestro país como un Estado de libertad religiosa con igualdad de cultos (cfr. art. 19).

Una visión positiva e incluyente de la religión es la que emerge en el nuevo ordenamiento constitucional que, en 1991, puso los fundamentos de la construcción de una Colombia moderna, abierta y tolerante. Tolerante con todos, abierta para todos, sin discriminación alguna por causa de creencia o religión. 

Años más tarde, el derecho de libertad religiosa y la igualdad de cultos fueron desarrollados ampliamente en una ley estatutaria, poco conocida pero fundamental en la comprensión de la identidad religiosa de nuestro país, la 133 de 1994. Cito ahora textualmente su artículo 2.º: “Ninguna Iglesia o confesión religiosa es ni será oficial o estatal. Sin embargo, el Estado colombiano no es ateo, agnóstico o indiferente ante los sentimientos religiosos de los colombianos. El Poder Público protegerá a las personas en sus creencias, así como a las iglesias y confesiones religiosas, y facilitará la participación de estas y aquellas en la consecución del bien común”.

Palabras claras que no dejan campo a interpretaciones confusas. Mal hacen los defensores del laicismo radical en ampararse en una Constitución, la de 1991, que abiertamente y de manera taxativa negó sus ambiciones. Un capítulo más de la falacia laicista que a los creyentes nos corresponde desenmascarar con mayor contundencia, valentía y coherencia. 

MONSEÑOR PEDRO MERCADO CEPEDA
* Presidente del Tribunal Eclesiástico de Bogotá

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